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  Dobló en la esquina, pisó el acelerador y siguió la ruta que el anciano le había indicado. No era la primera vez que un cliente le pedía a Eugenio Aguilar que lo llevara a la intersección galáctica; últimamente mucha gente podía costearse un viaje espacial. Aunque la mayoría solo podía pagar vuelos a la Luna o a Marte, siempre eran los más baratos.

  A Eugenio le encantaba hablar con la gente, el oficio de taxista le complacía mucho, era un buen conversador, de esos que saben de todo un poco.

  —¿Viaje de negocios o de placer? —le preguntó al anciano.

  —De salud —respondió el anciano—. Mis hijas viven en Marte y quieren regalarme un cuerpo de luz —le comentó.

  —Qué suerte tiene, señor. Ojalá yo pudiera comprarme un cuerpo de luz o viajar a Marte, nunca he salido de la Tierra; ni siquiera a nuestra Luna —dijo Eugenio, y dobló el taxi a la derecha después de que la luz roja cambiara a verde.

  —Los viajes a la Luna son baratos. Estoy seguro de que usted gana más dinero que otras profesiones, puede pagarse un viajecito de fin de semana —argumentó el anciano.

  Eugenio le echó un buen vistazo desde el retrovisor. El anciano portaba una elegancia implacable: un traje negro, con sombrero y lentes de sol circulares. Le calculaba unos sesenta y cinco años.

  —Tiene razón, hoy en día los taxistas ganamos bastante —confesó Eugenio—. Pero mi esposa y yo invertimos hace poco en un bebé —dijo sonriente—. En cualquier momento mi celular podría sonar y mi esposa me dirá algo como: «Mi amor, ven rápido a ver lo que trajo la cigüeña». —Imitó la voz de su esposa, muy alegre y sonriente; y señaló su teléfono puesto encima del tablero del auto.

  —La cigüeña… Recuerdo la primera vez que la vi: tenía treinta y cinco años. Apareció ese enorme pájaro iluminado encima de la casa de mi vecino, a unas tres casas. Aquella cosa de luz abrió la boca y les dejó un huevo enorme. —Comenzaba a contar una narración infantil, pero con una voz sabia y añeja—. Todos fuimos a ver a la pequeña bebé que trajo. Era una hermosura, dentro del huevo estaba envuelta en una manta blanca muy limpia, parecía un querubín —relataba muy risueño.

  —Estoy muy emocionado, ojalá que la cigüeña llegue cuando yo esté en mi casa. —Eugenio se emocionó, se le notaba en la cara.

  —De hecho, yo nací de un vientre —agregó el anciano y sorprendió a Eugenio.

  —¡No me diga! —Fue una sorpresa.

  —Aunque no lo parezca, tengo ochenta y tres años, muchacho…, ochenta y tres años —dijo levantando el dedo índice.

  —Qué buena salud tiene, señor. La última persona de vientre que conocí era mi abuelo… y ya se me olvida su rostro, por ahí debo tener una fotografía de él. —Eugenio volteaba de vez en cuando para ver al anciano a la cara.

  —Tan buena salud no tengo, por eso me voy a Marte. Mis hijas me aman mucho y no quieren que me vaya todavía —mencionó, entre una risa seca con una pequeña tos.

  —¿De qué edad pedirá su cuerpo de luz? —Curioseó Eugenio.

  —Veinteañero —respondió sin dudarlo—. Me hubiese gustado despertar desde la infancia, pero no tengo tiempo para esperar pubertades y adolescencias —dijo moviendo las manos, como si espantara una mosca—. Tengo muchas cosas pendientes, negocios que hacer, tratos que sellar… —explicó, frotándose las arrugadas manos.

  —¿Muchachas que conocer? —Eugenio bromeó con él.

  —Uno nunca sabe, y con veinte años mucho menos. —El anciano soltó una risotada.

  —Ojalá que después del bebé, mi esposa y yo podamos reunir para darnos el lujo de otra vida. Otro cuerpo de luz no estaría mal —suspiró un poco, acelerando el auto.

  —Pues empiece a reunir, muchacho. Los cuerpos de luz son bastante caros. Si de verdad quiere uno barato y de buena calidad, le recomiendo ir a Ganimedes, mis hijas lo comprarán allí —le indicó el anciano.

  —Qué ironía, ¿cómo un cuerpo de luz puede ser más costoso que pedir un bebé a la cigüeña? —se preguntó de pronto.

  —Es un tema muy discutido desde que se desarrolló la medicina lumínica. ¿Por qué es más costoso traspasar un alma a un cuerpo de luz que crear un alma desde la nada con materia prima de los progenitores? —argumentó el anciano, y completó la disyuntiva de Eugenio.

  —Es por cuestión de demanda, señor. Suena egoísta, pero la gente prefiere vivir eternamente en vez de tener el amor de un hijo —dijo con otro suspiro—. Qué tristeza… —habló en voz baja.

  Repentinamente, el teléfono celular de Eugenio cayó del tablero, el sonido de su repique se perdía debajo de la guantera. El taxista aprovechó la luz roja del semáforo para coger el aparató y contestar la llamada.

  El anciano, desde la parte de atrás, lo observaba con atención. Eugenio sudaba a cántaros… Evidentemente era la tan esperada llamada de su mujer. ¡La cigüeña había llegado!

  —¡Mi amor, lo trajo, lo trajo! —gritaba la esposa, del otro lado de la línea.

  —¿Ya llegó? ¡No puede ser! ¡No puede ser! —Eugenio gritaba feliz, con una mezcla de rabia por perderse el momento de ver a la cigüeña y, al mismo tiempo, tenía nerviosismo y angustia.

  —Eugenio…, tienes que venir, hay algo malo con el be… —La emoción del padre la interrumpió.

  El taxista estaba demasiado emocionado y no le prestaba atención a su esposa en el teléfono. La luz del semáforo ya había cambiado a verde y los automóviles detrás del coche amarillo y negro comenzaron a tocar la bocina.

  —¿Varón o hembra? —preguntó Eugenio al teléfono, luego se volteó para hacerle señas al anciano—. Quisimos que fuese sorpresa —le comentó al señor.

  —No, Eugenio…, tienes que venir urgente, tenemos… tenemos un problema. —La mujer sollozaba un poco.

  Eugenio captó tarde la voz quebradiza de su mujer y suspiró hondo. Después de calmar a su esposa Kiyako, colgó el teléfono y lo puso encima del tablero del taxi.

  —¿Todo bien, muchacho? —preguntó el anciano.

  —Creo que hubo un problema con el bebé… —contestó, casi en voz baja.

  —Todo saldrá bien —le dijo el anciano, tocándole el hombro.

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