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  Ella

  Me preparé para salir de mi nueva casa. Tomé mi mochila y bajé. Escuché a Miriam y a su marido desayunar en el comedor, así que traté de ser muy silenciosa, por desgracia la puerta decidió rechinar cuando la abrí.

  —¿Ya te vas, Luce?—preguntó Miriam desde el comedor.

  —Sí—respondí escueta, deseosa de marcharme.

  —¿Ya desayunaste?—esa mañana, como las tres anteriores, me había levantado más temprano para desayunar sola, evitando el "desayuno familiar", así que la respuesta fue afirmativa—¿sabes cómo llegar?

  —Sí. Nos vemos después—me despedí y salí de la casa. Mi nueva escuela quedaba a veinte minutos caminando, pero aún faltaba media hora, y como hacía poco había estado corriendo, caminé despacio. Podía tomar el autobús o irme con Enrique, el esposo de Miriam, pero me gustaba caminar. Me coloco los audífonos y pongo música aleatoria mientras camino.

  Llegué al nuevo instituto cantando en voz baja. El gran edifico de ladrillo, pintado de azul claro, está apenas habitado por alumnos cuando llego. Del bolsillo trasero de mis jeans saco el papel que indica mi número de casillero y después me dedico a buscarlo. Una vez lo encuentro introduzco la contraseña y meto los libros que sobran de mi mochila. Checo mi horario para verificar que tengo los libros correctos y sierro el casillero. Cuando levanto la vista el pasillo está lleno de alumnos, todos en línea y mirando hacia el piso.

  Miro a todos con el ceño fruncido, pero decido que deben ser sus tradiciones. Los londinenses son raros, pienso. Me giro hacia mi izquierda, aun mirando hacia el casillero, y le pregunto a un chica castaña de pelo corto.

  —¿Sabes dónde queda el salón mil ciento cinco?—miro mi horario para comprobar que ahí tengo mi primera clase, la miro cuando no obtengo respuesta—¿disculpa?—pero me ignora.

  Decido que la dejaré seguir siendo rara y mejor me dirijo a un chico a unos casilleros a mi derecha.

  —Hola. Disculpa, necesito encontrar el salón mil ciento cinco—pasa lo mismo con el chico, jamás levanta la vista del suelo.

  Me quito los audífonos, que ya no reproducían música, y miro a mi alrededor. Todos miran el suelo sin decir una sola palabra. Entonces los veo. Tres chicos caminando en medio del pasillo, entre los alumnos. Sonrío y camino hacia ellos.

  —Hola. ¿Ustedes saben dónde está el salón mil ciento cinco?.

  —¡Ah!—se escucha como todos aspiran aire muy profundo, sorprendidos. Frunzo el ceño, pero no aparto la vista de los tres chicos que me miran con superioridad.

  —Eres nueva—afirmó el de en medio. Un chico de pelo negro y ojos azules. Cuerpo trabajado y bastante más alto que yo. Asiento con la cabeza—. Bien, nunca más nos hables—es todo lo que dice.

  —Créeme que lo último que quiero es volver a hablar con alguien tan pedante y grosero. Sólo hice una maldita pregunta, y quiero saber dónde está el salón mil ciento cinco.—hablé, ahora sin la sonrisa. Algunos levantaron su vista apenas unos segundos, para después volver a bajar la mirada.

  —Se nota que eres nueva. No tenemos por qué andar dando caridad, inútil, pregúntale a alguien de tu nivel—podría apostar lo que fuera a que mis mejillas estaban rojas de la ira. Apreté las manos en puños y contesté tajante.

  —Mira, idiota subdesarrollado, vuelve a decirme inútil y no podrás celebrar el día del padre en un futuro.—le clavé mi mirada más intimidadora. Se notaba que tenía la mandíbula apretada por la rabia.

  —Escucha, pequeña estúpida, no me gusta golpear chicas, así que apártate.

  —Quiero ver que lo intentes—di un paso más cerca de él, que me miraba enojado. Para ese entonces sentía todas las miradas sobre mí. El desgraciado se atrevió a empujarme por el hombro, haciéndome tambalear por la fuerza. Antes de que bajara la mano, lo tomé por la muñeca y la torcí de un modo antinatural, pero sin romperla.

  —¿Cómo te atreves, pequeña idiota?—habló el de su derecha, tomándome por el brazo y sacudiéndome para que soltara la muñeca de su amigo. Lo solté sólo para clavar mis uñas en su piel y después clavar mi rodilla en su estómago.

  Cuando vi al tercero acercarse le propiné una patada en la espinilla. Con mis pesadas botas negras, estilo militar.

  —Ahora, con un carajo, ¿alguien podría decirme dónde está mi maldita aula?—grité a los alumnos que miraban la escena. Algunos se quedaron como estatuas, pero otros señalaron detrás de mí. Inhalé hondo y me giré. Apenas unos pasos en dirección al aula, sentí una mano en mi hombro. Suspiré ruidosamente y lo tomé por la muñeca. Utilizando su propio peso y toda mi fuerza, hice girar al chico de ojos azules sobre mí y aterrizar en el suelo, frente a mí. Seguí mi camino, dejando a los tres chicos en el suelo, hasta que llegué al salón.

  Para cuando me senté en una banca del final, junto a la ventana, ya estaba bastante más calmada. Guardé mi celular en uno de los bolsillos de mi mochila. Sonreí satisfecha por pensar en que les di una paliza a tres chicos en menos de tres minutos, y con una sola mano.

  Mi primer clase era francés, por lo que pude permitirme estar atrás y no prestar atención, ya que es un idioma que domino. Saqué una libreta y me puse a garabatear, cualquier cosa en realidad, hasta que la clase comenzó a llenarse.

  Noto que el asiento a mi lado izquierdo y el que está frente a mí son los últimos en ocuparse y precisamente por dos de los chicos del pasillo. Frente a mi veo una melena rubia y recuerdo que fue a quien golpeé en el estómago, y a mi lado está el chico de cabello negro. Ambos me ignoran de una manera sorprendente y yo hago lo mismo con ellos.

  También me doy cuenta de que los asientos delante de ellos no están ocupados. ¿Pero qué rayos hacen para que todos les teman? Es la primera pregunta que ocupa mi mente, pero después me recuerdo que no es mi problema. Sólo tengo que pasar un año en esta escuela y después iré a la universidad.

  Una mujer alta y pelo negro tomado en un chongo apretado, entra al aula. Todos los hombres levantan la vista y es porque es atractiva y lo sabe, ya que lleva una falda entallada y una blusa muy escotada. Pongo los ojos en blanco, pero por suerte podré ignorarla.

  Comienza a hablar y hablar en francés y, aunque es muy atractiva, tiene una voz horriblemente chillona. Tanto que, si me cubrieran los ojos, podría pensar que se trata del típico estereotipo de rubia tonta. Anota un par de verbos en el pizarrón y sigue y sigue hablando. Me doy cuenta de que nadie presta atención en realidad, así que discretamente saco mi teléfono del bolsillo y me pongo a jugar a cualquier cosa.

  —"Señorita, ¿está escuchando lo que digo?"—pregunta la profesora, aún en francés.

  —Lo lamento, es que sentí que mi celular vibró y pensé que a lo mejor era algo importante. No volverá a ocurrir—respondo de igual manera, aunque con un mejor acento, por lo que llamo la atención de mis compañeros.

  —¿No fue nada importante?—al parecer se cansó de hablar sola y quiere empezar una conversación con alguien que la entienda. El problema es que lo hace desde su escritorio y todos nos miran.

  —No, sólo mi madre, al parecer olvidé el desayuno. Sólo espero que haya un comedor en este lugar—decido que no estaría mal ganarme un profesor, por lo que sigo la conversación.

  —Por supuesto que sí, y la comida no es tan mala como siempre la hacen parecer en la películas. En realidad, es comestible. ¿Eres nueva?

  —De hecho, sí, es mi primer día.

  —Espero que te estés llevando una buena impresión—sonríe.

  —Claro, es un...bonito edificio—respondo, tratando de sonar agradable. Ella parece notar que aún está en clase y que todos los alumnos nos miran, por lo que se gira y comienza a hablar y hablar.

  Decido guardar mi celular. La verdad jamás había hecho algo parecido, pero simplemente no soportaba seguir fingiendo que prestaba atención. Volví la atención a mi libreta y seguí con los dibujos sin sentido. El arte no era lo mío.

  La campana sonó poco después así que guardé mis cosas y me levanté. Noté que los dos chicos a mi alrededor seguían sentados, seguramente esperando a que todos abandonaran el aula. Caminé por el angosto pasillo que formaban las bancas y, cuando pasé al lado del rubio, pude ver cómo este me ponía el pie. Por suerte lo vi a tiempo y lo salté, sin darle mayor importancia al acto, abandoné el salón.

  Como entendí que los salones estaban en orden, fue mucho más fácil encontrar mi siguiente aula. Esta vez me senté en el frente y en medio. A mi lado se sentó la castaña de la mañana.

  —Hola—saludó con una sonrisa de disculpa—lamento ignorarte en la mañana, pero era eso o morir—río incómoda—soy Ángela—me extendió su mano.

  —Luce, pero dime Lucy—me presenté y agité su mano. Ella acomodó sus lentes sobre su nariz, haciéndome notar sus bonitos ojos miel.

  —Mira, la inútil al fin encontró su lugar—habló en voz alta el chico de cabello negro, que venía acompañado por sus dos amigos—junto a la nerd.

  Inmediatamente me puse de pie, parando su caminar, y haciendo lo que reservo para emergencias: Patearlo en la entrepierna.

  —Te dije que la próxima vez te dejaría sin hijos—sonreí y me volví a sentar, dejando al chico arrodillado frente a mí, con sus manos en su zona adolorida.

  —Hija de...

  —Señor O'Donnell, sabe que no permito ese vocabulario en mi clase—entró el profesor al salón. El tal O'Donnell lo fulminó con la mirada y el profesor no agregó nada más, sentándose detrás de su escritorio.

  —Esta me la pagas, idiota—me amenazó incorporándose y yéndose a sentar con sus amigos al final del salón.

  La clase de matemáticas fue mucho más sencilla de lo que imaginé, ya que siempre se me facilitaron y estaba bastante avanzada. La hora se pasó rápido y la siguiente también, hasta que fui a desayunar con Ángela a la cafetería, donde todos me miraban.

  Al momento de dirigirme a una mesa noté que todo quedaba en silencio y todos se detenían en su lugar, apartándose hacia las orillas. Los ignoré, porque sabía que tenía que ver con los tres chicos, y seguí mi camino. Estos me alcanzaron en algún momento y el rubio de la derecha me tiró la bandeja al suelo.

  Inhalé hondo, porque todos esperaban mi reacción. Me tranquilicé y fui a sentarme. Suerte que no tenía hambre y tenía una manzana en mi mochila.

  Cuando los chicos se sentaron al final del pasillo todos volvieron a sus actividades, pero sin levantar la mirada. Ángela se sentó a mi lado y me ofreció parte de su desayuno, pero me negué y comí mi manzana, pero después mi estómago rugió por lo que terminé comiendo su pasta. Después de todo la siguiente clase era de educación física, y al parecer la compartía con Ángela.

  Ya que no sabía dónde estaba el gimnasio salimos un par de minutos antes de que tocara la campana. Caminé al lado de Ángela hasta los vestuarios, donde me esperaba mi uniforme deportivo en una taquilla. Me cambié con tranquilidad al ver que apenas llegaban chicas al vestuario. Me calcé unos tenis y, partiendo mi cabello en dos mechones, ajusté mi coleta. Ángela y yo salimos a las canchas de basquetbol techadas y nos sentamos en las gradas a esperar a los demás.

  Sin poder evitarlo miré la hora en mi celular, ya habían pasado diez minutos desde la hora en que se suponía empezaba la clase y sólo se veían un par alumnos platicando en las gradas.

  Dos minutos después llegaron los tres chicos "dueños de la escuela" al gimnasio. Maldije mi suerte, pero no levanté la vista del teléfono, centrándome en uno de los juegos que este tenía. De reojo vi como los tres se giraban a mirarme y después se echaban a reír. Sentí a Ángela temblar a mi lado.

  Poco después llegó el profesor y nos mandó a correr a todos, alrededor de las dos canchas de basquetbol, diez vueltas. Estiré mis piernas, embutidas en el short que llegaba a mitad de mi muslo, y las doblé, calentando. Corrí al lado de Ángela, pero al ver que se quedaba atrás empecé a trotar.

  Los tres idiotas pasaron a mi lado y esta vez el pelirrojo de la izquierda me golpeó con su hombro. Para la segunda vuelta muchos alumnos, sobre todo mujeres, estaban sentados en las gradas mientras el profesor jugaba con su teléfono.

  Ángela se rindió a la tercera, argumentando que tenía asma. Los tres chicos volvieron a pasar a mi lado y el pelirrojo volvió a golpearme. Ya que no tenía que ser amable moví más rápido las piernas y los alcancé. Golpeé mi hombro contra el pelirrojo, con más fuerza que la que él utilizó, después les dirigí una mirada burlona, retándolos, y corrí más rápido.

  Pronto los tres estaban a mi lado, por lo que apresuré el paso. Poco después sólo estaban el rubio y el pelinegro. Al final sólo quedamos el tal O'Donnell y yo, pero él jadeaba bastante. Me giré a la derecha y le sonreí burlona antes de apresurar el paso y dejarlo atrás.

  Podía notar que su paso había bajado mucho de constancia, pero él seguía empeñado a continuar corriendo, no como sus amigos que se retiraron para la vuelta número veintitrés. Yo continué, aunque con la respiración pesada, con buen paso.

  O'Donnell ya no corría, sólo trotaba, por lo que lo rebasé al menos dos veces.

  —¡O'Donnell, Grant! ¡Es suficiente!—gritó el profesor. Al instante corrí a su lado. Ya que lo miraba de cerca, tenía un cuerpo trabajado y musculoso, el cabello casi rapado y era muy alto. Me hizo una seña para apartarme del resto y yo lo seguí. Antes de que dijera algo, pregunté.

  —Disculpe señor, ¿formaba usted parte de la milicia?—lo miré curiosa y él frunció el ceño. Se aclaró la garganta y asintió.

  —Fuerza Aérea—cuadró más los hombros y vi que trataba de no sonreír.

  —Es un gusto señor—también me enderecé—mi padre forma parte del ejército.

  —Se nota que te educó bien. Corres como un rayo.

  —Él me ha sacado a correr desde pequeña—sonreí.

  —¿Te interesaría formar parte del equipo de carrera, relevo o maratón?—su propuesta me tomó por sorpresa.

  —Lo pensaré, señor.—levanté mi mano derecha para llevarla a mi frente, pero me detuve a mitad de camino, llevando ambas manos detrás de mí y asintiendo—gracias.

  Asintió y me dio un apretón en el hombro.

  —Cuando quieras mi oficina estará a tu disposición.

  Asentí de nuevo y después caminé con él hasta el resto de la clase. Al parecer sólo quedaban diez minutos para dar por finalizada la clase, por lo que el profesor nos dejó ir. Caminé al lado de Ángela para volver a los vestuarios.

  Me quité el traje deportivo y me coloqué mi ropa de antes. Me lavé la cara y volví a hacer mi coleta. Metí el traje deportivo en mi mochila para lavarlo en casa y salí con Ángela.

  —¿Cómo lo hiciste? Corres como una profesional—halagó.

  —Entreno desde pequeña—me encogí de hombros.

  —No lo puedo creer, humillaste a los tres reyes del instituto y sin esforzarte—me miró con los ojos como platos—¿no tienes miedo?

  —¿De qué? ¿De tres chicos con el ego por sobre sus cabezas con esos peinados de salón? No, seguro no quieren ensuciarse las manos—me encogí de hombros mientras me dirigía a mi taquilla con Ángela a mi lado.

  —No deberías tomarlos a la ligera, por algo dominan el instituto. A los pocos chicos que se atrevieron a romper una de sus reglas los golpearon o traumaron. Dicen que uno sigue en el manicomio.

  Abrí mi taquilla y cambié mis libros mientras le respondía indiferente.

  —No creo que puedan hacerme algo, sé defenderme perfectamente. Y si dominan el instituto es porque los demás se dejan.

  —Y porque sus papás son los que hacen mayores donativos a la escuela. Básicamente tienen hasta a los profesores en la palma de su mano.

  Puse los ojos en blanco y cambié de tema, acompañándola a su taquilla y después a mi salón, donde tuvimos que separarnos.

  Para mi suerte o mi desgracia en la siguiente clases no coincidí con ningún conocido. Al momento de la última campanada del día me dirigí con mis audífonos a la salida, donde me interceptaron el rubio y el pelirrojo. Tomándome desprevenida me cargaron entre los dos mientras el rubio cubría mi boca con su mano, a la vista de todos, pero ninguno hizo nada. Algunos sólo me miraron con pena, como si me sirviera de algo. Me retorcí todo lo que pude, pero era obvio que eran más fuerte que yo, así que me dejé llevar.

  Ellos me bajaron una vez dentro de un edificio parecido al gimnasio, pero en este había una piscina enorme. Los dos me dejaron caer al suelo de baldosas frías, sacando todo el aire de mi pecho. Mi celular y mochila cayeron un par de metros a mi lado.

  Intenté incorporarme, pero el pelinegro apareció y me empujó con el pie al suelo, provocando que me golpeara la mejilla contra el suelo.

  —Te dije que me las pagarías, y yo siempre cumplo una promesa—habló hincado a mi lado, para después rodarme hasta la piscina. Salí poco tiempo después, tosiendo e inhalando todo el aire posible, pero el chico de ojos azules me tomó del cabello y me sumergió en el agua.

  Tragué un poco de agua al no estar preparada. Sentí mis pulmones arder por la falta de aire. Abrí los ojos y miré hacia arriba para encontrármelo tomando mi cabello, mientras se giraba y les decía algo a sus amigos. Por un momento me entró el terror de que de verdad quería matarme, pero me obligué a tranquilizarme y a contener la respiración mientras pensaba qué hacer.

  Tardó casi un minuto en sacar mi cabeza y repetir. Para la cuarta vez lo tomé por la muñeca y, apoyando los pies en las orillas de la piscina, halé de él, introduciéndolo al agua y provocando que me soltara.

  Nadé lejos de él y salí de la piscina. Tosí hasta que la garganta me ardió y traté de respirar normalmente antes de girarme a donde el dúo de torpes ayudaba a su amigo a salir de la piscina.

  —¿En qué pensaban, trío de idiotas?—les grité ya recuperada.—¿Querían matarme, imbéciles? ¿Qué hubieran hecho con un cadáver?—miré mi cuerpo para ver mi ropa empapada y terminando en mis botas...¡mis botas!

  Gruñí antes de sacarme las botas y los calcetines. Retorcí los calcetines para sacarles el agua y después saqué el agua de mis botas. Mi playera se pegaba a mi cuerpo por el agua por lo que me la saqué por la cabeza, por suerte llevaba una camiseta debajo.

  —Pero ¿qué crees que haces?—preguntó O'Donnell—no queremos ver todo de lo que careces—se burló.

  —No pienso enfermarme por sus idioteces—respondí sin mirarlo. Escuché sus pasos dirigirse a mí, pero uno de sus amigos, el rubio, lo detuvo.

  —Ya está bien, James. Creo que ya fue suficiente.

  —¿No ven que me está retando?—les gritó.

  —¿No ven que me está retando?—me burlé, haciendo una mala imitación de su voz mientras desataba mi cabello mojado. Escuché sus pasos acercarse otra vez, con furia, por lo que me puse de pie y adopté una posición de ataque. Levantando las manos en puños al lado de mi cara y con una pierna adelante de la otra.—Atrévete niño bonito.

  Apresuró su paso y cuando lo tuve donde quería tomé impulso y salté, pateándolo en la barbilla y haciéndolo caer, pero sin dejarlo inconsciente. Caí sobre mis dos pies, dando un traspié por estar mojada y resbalosa. Los otros dos se acercaron al ver a su compañero en el piso.

  —Ahora, las cosas están así.—les hablé parada a su lado, mirándolos desde arriba—sólo estaré en este instituto un año—continué al ver que tenía su atención—así que no me importa como manejen la escuela. Si no me miran en los pasillos y no me dirigen la palabra yo no me meteré con ustedes. Sólo evítenme. Yo haré lo mismo con ustedes.

  Coloqué la liga en mi muñeca y me giré para tomar mis botas, calcetines y playera. No había mucho que pudiera hacer por el pantalón y ya quería marcharme. La mejilla comenzaba a arderme y necesitaba ponerle hielo.

  Sacudí mi cabello mojado cuando los rodeé para llegar a mi mochila. Tomé mi celular y mochila y salí del edifico. Al darme cuenta de que no podía caminar veinte minutos descalza me puse las botas, sin calcetines porque estaban empapados. Me quedé en camiseta y metí mi playera a mi mochila, echándola después a mi hombro.

  Escuché como la puerta se volvía a abrir cuando me levanté, de donde me había sentado para ponerme las botas, y dejaba ver al tal James.

  —No creas que esto acaba aquí—amenazó acercándose. Puse los ojos en blanco y él me tomó por el brazo molesto, apretándolo con demasiada fuerza—no quiero que te atrevas a desafiar mi autoridad.

  —Ya te dije que no me importa lo que hagas, siempre y cuando no te metas conmigo—contesté, sacudiendo el brazo, pero él lo apretó con más fuerza y me pegó a su pecho. Noté como su mirada se desviaba a mi escote, cubierto solamente por una camiseta blanca de tirantes, mojada. Sin mencionar que mi sujetador era negro. Tensó la mandíbula al darse cuenta y volvió a mis ojos.

  —No pienso dejarte en paz. Quiero tenerte tan sumisa como a los demás. No eres más que una lesbiana simplona, no voy a hacer tratos con alguien así—dijo, mirándome con rabia. No aparté la mirada de sus ojos.

  —No me importa qué pienses de mí, pero si te metes conmigo te romperé los dedos. No tengo paciencia con los niños creídos—murmuré en tono amenazante. Su mirada se deslizó otra vez a mi escote y volví a sacudirme, obteniendo los mismos resultados.

  —Ven, te llevaré a casa—jaló de mi brazo, arrastrándome. Lo miré con el ceño fruncido. ¿Por qué se ofrecía a llevarme a casa? Mejor dicho, ordenaba. De cualquier manera, me detuve y me deshice de su mano.

  —Puedo caminar, gracias—me giré, pero me tomó del brazo.

  —No seas estúpida, te estoy diciendo que te llevo—sonó algo menos enojado y más burlón.

  —Perdón, no me expliqué bien. Prefiero caminar—me giré y caminé a la salida otra vez.

  —¡Como quieras, recorre las calles pareciendo la zorra que eres!—me gritó. Apreté los puños y la mandíbula, pero no me giré. Me puse los audífonos para tratar de calmarme.

  Una cuadra más adelante ya me habían pitado tres autos, gracias a mi camiseta transparente y mis entallados pantalones. Justo después del cuarto un coche plateado se paró a mi lado. Del lado del conductor vi la ventanilla bajar y aparecer la cara de James. Lo vi mover los labios, pero no me quité los audífonos y me giré para seguir caminando.

  No me di cuenta de que bajó del auto hasta que me vi colgando de su hombro, entonces sí me quité los audífonos para gritarle.

  —¿Qué te pasa imbécil? ¡Bájame!—ordené golpeando su espalda. Él me ignoró y abrió la puerta del copiloto antes de dejarme caer en el asiento de piel. Cerró con la puerta de un portazo y rodeó el coche corriendo. Para cuándo reaccioné y abrí la puerta él ya estaba sentado a mi lado y, estirándose sobre mí, volvió a cerrar la puerta, poniendo los seguros y arrancando el auto.

  —¿Dónde vives?—me crucé de brazos sin contestar—dame tu dirección—ordenó. Me giré a mirar por la ventana—bien, si no quieres ir a tu casa te llevaré a la mía—abrí los ojos como platos y me giré a mirarlo, parecía que hablaba en serio.

  —Bien—resoplé, dándole mi dirección. James sonrió de lado, la primera sonrisa que le veía y era arrogante. Giré los ojos y los volví a centrar en la carretera.

  —No hagas eso—me giré a mirarlo sin entender—no vuelvas a ponerme los ojos en blanco. Detesto esa falta de respeto.

  —Pues te aguantas porque son mis ojos y yo decido—sonreí y me giré otra vez a la ventana. Después de unos minutos de silencio me giré otra vez y prendí la radio.

  —Detesto la música—murmuró y apagó el estéreo.

  —Pues yo la amo, y ya que me obligaste a viajar contigo al menos deberías dejarme escuchar música—lo vi apretar los labios en una línea y después asintió. Sonreí victoriosa y volví a prender el estéreo. Cuando encontré una canción conocida subí el volumen y me volví a recargar en mi asiento, tarareando bajito.

  En realidad, no necesitaba la música, pero el camino comenzaba a parecerme eterno y sentía que él iba más lento a propósito.

  —¿De verdad escuchas esa basura?—preguntó en un semáforo en rojo, girándose a mirarme. Era la típica canción pop que escuchaban las chicas...algo cursi, lo admitía.

  —Es mi placer culposo, ahora cállate y conduce—le dije cuando el semáforo estuvo en verde.

  —No me digas lo que tengo que hacer—a pesar de sus palabras puso el auto en marcha.

  —No tendría que hacerlo si pusieras atención—me encogí de hombros.

  —No tienes que hacerlo y punto—decidí ignorarlo y mirar por la ventana otra vez.

  —Es aquí—le dije, desabrochándome el cinturón de seguridad, cuando llegamos a mi casa. Por un momento me giré a ver que expresión ponía al ver la enorme casa frente a nosotros, pero él no pareció sorprendido. Debí suponerlo al ver su costoso auto.

  Me bajé, cuando estacionó, sin decir nada y caminé hacia la reja que daba a los jardines verdes. Escuché la otra puerta abrirse antes de que pudiera tocar el botón del intercomunicador.

  —¿No piensas ni si quiera agradecer?—preguntó tomándome por el brazo. Comenzaba a hartarme que hiciera eso, seguramente me dejaría un moretón.

  —Yo no pedí ningún favor, no tengo nada que agradecer.

  —Aun así, te traje hasta tu casa—me giró para encararlo.

  —A la fuerza—le recordé mientras ponía los ojos en blanco.

  —Te he dicho que no hicieras eso—tensó su agarre al igual que su mandíbula.

  —Y yo te he dicho que son mis malditos ojos. Si no te gustan, no los mires—respondí molesta, agitando el brazo—ahora suéltame o te muerdo—amenacé sin dejar de revolverme.

  —De verdad que eres difícil—gruñó—eres la chica más apática, estúpida y masculina que conozco.

  —Entonces suéltame y ya no te molestaré más.

  —Lo dudo mucho—murmuró tan bajo que casi no lo escucho, sin embargo, me soltó. Aproveché la oportunidad y me marché a toda velocidad. Empujé la reja, que estaba abierta, y me encaminé por el jardín hasta la casa, sin girarme para comprobar si James ya se había marchado en su reluciente auto plateado.

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