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  "Perdí mucho tiempo tratando de sentirme especial y hoy desisto porque sé que, aunque lo fuera, el mero hecho de no notarlo antes me lo arrebato y hoy no soy nadie. Y si lo soy no estoy cerca de lo que una vez quise ser."

  Cuando el presentador del noticiero anunció las ocho Natalie cerró su cuaderno y se sirvió agua hirviendo en un vaso transparente segundos antes de darse cuenta de que había agotado su suministro de café esa mañana. Lamento su decadente despensa y bebió el agua ignorando el calor que se extendía por su lengua y cuerpo como si aquello fuera una alucinación, acto seguido arrojo el vaso al piso, y esté, al ser de cristal estalló en tres pedazos irregulares y montoncito de astillas que se desperdigaron por toda la cocina. Entonces la castaña tomo el cristal más pequeño y asegurándose de que estuviera lo suficientemente afilado como para cortar una manzana lo metió a su zapato izquierdo, luego metió su pie en este mismo y sonrió al sentir el punzar de filo contra su talón.

  Que alegría, dolía.

  Esa noche tenía que trabajar, Natalie llevaba tres meses ayudando en un asilo y para ese momento estaba más que segura de que lo que cuidaba no eran otra cosa que cascarones vacíos, como si alguien le dejara una bolsa de ciruelas pasas huecas en las manos y le pidiera que les metiera diazepam en el centro. Aun así, amaba su trabajo, le gustaba el turno de noche porque curiosamente los ancianos estaban más despiertos que de día, parecía que rejuvenecían cuando el reloj marcaba las diez y cuando eran las doce renacían, además el resto del mundo dormía y ella podía salir y regresar a su casa con toda tranquilidad. A veces solía fantasear con que un eterno eclipse se apoderaba del sol, pero se conformaba con las noches poco estrelladas de la cuidad.

  Esa noche no fue diferente, ella tomo sus llaves y vestida con el ralo uniforme azul holgado en su delgadísimo cuerpo, salió pisando fuerte el vidrio de sus zapatos. Para cuando iba en la mitad del camino su pie chapoteaba dentro de estos, parecía que un travieso mar espeso y rojo se hubiera colado en su zapato, Natalie rio ante la idea y se detuvo en una esquina, justo una cuadra antes de su trabajo para deshacerse de la sangre como si se tratara de una piedrecilla.

  El líquido oscuro cayó en un hilo continuo una vez que volcó el zapato. Ella espero de forma paciente con el vidrio húmedo entre los dedos mientras rogaba mentalmente por no manchar su uniforme, los de seguridad tenían problemas para dejarla entrar cuando eso pasaba.

  Estaba sacudiendo los últimos restos cuando un joven se acercó a ella. Era alto y delgado, como un perchero; vestía tan anticuado como un cuadro victoriano y su nariz era grande y angulosa como la de los griegos o las estatuas de marfil que se alzaban en los museos más elegantes.

  —Que tenga buenas noches señorita— Las palabras surgieron del extraño con un acento extranjero. Natalie asintió como quien no quiere la cosa y continúo limpiando su zapato, pero aquel hombre no se iba.

  —Que tenga buenas noches también— Recalcó esperando que captara la indirecta, pero el solo la miraba. Estaba recargado en la pared sobre su hombro, aplastando un anuncio de sombreros que ponía: "¿Por qué calzarse los pies y no la cabeza?". Natalie dejó el zapato en el suelo ignorando la ironía y convenciéndose a sí misma de comprar un sombrero después. —Con permiso.

  — ¿Se retira?

  La chica lo miro con la cara descolocada. ¿De cuándo acá la gente era tan formal y confianzuda? Pensó que quizá aquel extraño ni siquiera era de ahí, pues no se parecía a nadie que conociera en la manzana, ni siquiera a la rara vecina Monachina que le regalaba coliflores todos los viernes sin falta.

  "Como si a alguien le gustaran las coliflores" Pensaba asqueada tras recibir la blanca verdura.

  Por su parte el chico esperaba expectante, casi sin moverse. Natalie negó con la cabeza antes de responder. —No, es una forma educada de pedirte que te vayas.

  —¿Desde cuándo?— El muchacho elevo una ceja con calma, parecía que estaba preguntándole cualquier otra cosa, como si fuera un amigo que no veía en mucho tiempo y de pronto estuvieran poniéndose al día. Un raro amigo que con porte de rey colonial.

  Natalie no contesto nada, se limitó a mirarlo mal antes de regresar la vista a la calle vacía. Estaba meditando seriamente si irse, pero tenía miedo de que aquel joven la siguiera y supiera donde trabajaba, o peor aún, que la esperara y encontrara su casa.

  —Aquí no vas a conseguir nada, no tengo dinero y tampoco me interesas— Él, que no había dejado de verla desde que llego, le lanzo una sonrisa mostrándole todos sus blanquísimos dientes tras escuchar aquello.

  — ¿Y si no quiero dinero?

  — ¿Qué quieres entonces? — La castaña parpadeo confundida, se alegró de recordar que aún tenía el trozo de vidrio en la mano.

  — ¿Por qué hay sangre en tu zapato?

  — ¿Qué con eso? ¿Es Ilegal tener sangre en el zapato?

  El joven se encogió de hombros. —Probablemente.

  — ¿Eres tú un policía? —Preguntó la chica, quien ya conocía la respuesta de antemano. La persona que tenía delante parecía más un paciente de hospital que otra cosa. Y casi como si le hubiera estado leyendo la mente, el muchacho negó con desinterés.

  — Me llamo Zigor— Parpadeó ligeramente, haciendo que sus ojos verdes destellaran cuando la luz de la farola los alcanzo, ella no puedo evitar pensar en un par de espejos malditos. — ¿Cómo te llamas tú?

  Natalie aparto la vista de él para mirar la calle sombría, pero no dio respuesta alguna. Al parecer sus sospechas eran ciertas, a juzgar por su nombre su nuevo acompañante no era de ahí, probablemente estaba perdido o si su suerte era buena, tal vez había aprovechado para salir en su último día de visita a la casa de algún familiar lejano y se había encontrado con ella en una mala casualidad.

  Con ese pensamiento en mente se agacho a acomodarse el zapato, pero cuando lo hizo se sorprendió de encontrarse con el piso vacío, no había ni rastro de sus valerinas. Casi de inmediato levanto la mirada para buscar a Zigor, pero fue entonces cuando se dio cuenta de que esté se había ido también.

  Acababa de pasar por el robo más raro de la historia.

  —Odio los extranjeros— Murmuró con pesadez antes de dirigirse cojeando al asilo.

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