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  Eterno capricho

  La atención dispensada era sencillamente exquisita.

  La vendedora, una bella mujer de estrechos hombros pero de generosas caderas, se hacía acompañar de gráciles y delicados ademanes mientras me iba mostrando al detalle cada uno de los ataúdes de la más alta gama. Féretros realmente espléndidos que sin duda harían las delicias de cualquier tanatomaníaco o dicho de otro modo, de aquel que estuviese obsesionado con todo lo que rodeara al tema de la muerte.

  Pero era sólo un ataúd, el que destacaba sobre el resto en la parte de la tienda con pretensiones de ser un modesto museo, el que cumplía todos mis requisitos.

  —¿Y ese de ahí...? —pregunté con fingido desinterés.

  Estaba dispuesto a llevármelo a cualquier precio.

  —Una verdadera pieza de coleccionista —respondió la mujer con orgullo profesional. Mediante un ligero movimiento de muñeca sugirió que nos acercáramos hasta el féretro en cuestión—. Imposible de tasar. —Por cómo dijo esa última palabra, “tasar”, se adivinaba que sentía gran predilección por ese verbo—. ¿Se imagina la antigüedad que tiene? —preguntó sin dejar de acariciar suavemente con la yema de los dedos el terciopelo morado que cubría todo el interior del ataúd.

  «Hoy hace exactamente 407 años —pensé mientras el amargo recuerdo volvía a grabarse a fuego en mis retinas—. Cómo olvidar dónde pasé aquella primera noche».

  Su sangre me supo tal y como había imaginado desde un principio: a chocolate blanco...

  No me muevo, luego existo

  —Como te iba diciendo —continuó con su explicación el insecto—palo—, el mero hecho de existir es un fenómeno innato que se rige por esa fórmula vital de la que te hablaba: Lentitud =

Distancia

x

Tiempo

÷ Paciencia. Esta ecuación desempeña el papel de mediador entre el instinto individual de supervivencia y la constante mutación del medio hostil, asegurando así que cada movimiento esté previamente calculado. Tienes que saber escoger la acción idónea en el momento más idóneo aún, sin titubeos, porque en este club no se admiten indecisos. Lo dicho, “lentitud”; pero sobre todo, “quietud”.

  »Aprenderás rápido que la prisa hay que tratarla como una enfermedad crónica: simplemente, tenla controlada. Te juro que hay días que estoy tan, tan, tan quieto, que me creo un simple palillo. ¿Ves…? Así, quieto, muy, muuuy quieto…

  Totalmente inmóvil, permitiendo que la suave brisa lo balanceara amorosamente, el frágil insecto—palo siguió explayándose con su discurso ajeno a que llevaba un buen rato intentando ligar con una rama.

  ¡¡¡Más madera!!!

  Me sería imposible concretar cuando tuve el primer irrefrenable impulso de morder un trozo de madera. Lo que sí recuerdo con todo lujo de detalles es que se trató de un pequeño taburete sacado de un pino enfermo del patio de casa que mordisqueé durante dos días seguidos hasta reducirlo a una montañita de serrín.

  Durante todos estos años han seguido su misma suerte un sinfín de objetos con alma de árbol: armarios roperos, puertas, escaleras, mesas, contraventanas, puzles para niños, bancos públicos, perchas, montañas de pinzas para la ropa, caballetes de pintura, incontables cajas de lápices, alguna que otra mecedora e incluso un caballito balancín. Eso sí, puestos a elegir, mi verdadera debilidad son los instrumentos musicales, por los que siento auténtico deleite. Me pasaría la vida entera masticando guitarras, paladeando violines, chupando flautas o saboreando cada trozo de un suculento piano de cola, por lo que siempre procuro llevar en los bolsillos un par de baquetas de batería en el caso de que me venga de golpe el antojo musical. Es tal mi predilección por este tipo de objetos que incluso mi padre, contrabajista en sus ratos libres de un cuarteto de jazz formado por antiguos amigos del instituto, se ha visto forzado a pasarse a la trompeta harto por no saber qué hacer para evitar que me coma un contrabajo tras otro.

  En el barrio se me conoce como el Chico Castor. Ese joven peculiar que pasea por la calle comiéndose una peonza como si tal cosa, igual que cualquier otro lo haría con una apetitosa y jugosa manzana.

  Antes de tirar cualquier objeto, los vecinos me suelen avisar por si quiero quedarme con el marco de un cuadro viejo, un par de zuecos, un perchero carcomido o cosas por el estilo. O por lo común, acaban recurriendo a mí antes de liarse con una mudanza, pues siempre surge esa mesa de madera con una pata demasiado larga que impide que acabe de pasar por el pasillo o una antigua cama de roble macizo con un cabecero tan grande que no hay manera de sacarla del dormitorio.

  Pese a que al día suelo ingerir en madera el equivalente a un ukelele, todos los digestivos que me han visitado siguen sin dar crédito a la capacidad que tiene mi estómago para digerirla. No hay ninguno que no se quede pasmado cada vez que toca examinarme la garganta, pues no he acabado de decir “aaaaaaaaa…”, que ya me he tragado el palito bajalenguas que habían metido dentro de mi boca.

  El campanario de la iglesia acaba de tocar las tres de la madrugada y yo sigo dando vueltas y más vueltas en la cama sin poder pegar ojo.

  Mañana es mi primer día de trabajo como aprendiz en la nueva carpintería del pueblo.

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