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  Crecimos juntos desde que nos conocimos a los 5. Luz, Lucía Hernández, la niña de enfrente, la de cabellera china castaña y ojos color ámbar; hija de un exitoso contador y una chef, y también excelente madre. Cinco meses menor que yo.

  Mi mamá era amiga de la suya y nos llevaban a todos los desayunos que organizaban los martes entre amigas; desde ahí, fuimos inseparables; por lo menos hasta que el destino decidió mostrar sus verdaderas cartas.

  Era mi mejor amiga en la escuela y lo fue hasta que se fue; nos sentábamos juntos todos los días en el recreo y, al salir de clases, iba a su casa a jugar y platicar; como dije, crecimos juntos.

  Nos reíamos de todo y hasta aprendí a cocinar bajo las enseñanzas de su mamá —aunque, debo admitir, soy más bien un desastre en la cocina—, veíamos las mismas películas y hasta nos metieron a un curso de piano juntos; tenía un hermano, Gabriel, cuatro años mayor que nosotros, quien aprendió a quererme como a su propio hermano. Sí, todo lo hacíamos juntos.

  A los 8 años fue nuestro primer beso, estábamos viendo una película

creo que era Dirty Dancing que, por cierto, estaba prohibidísima por sus papás porque eran súper sobreprotectores

y ella me preguntó por qué los adultos se besaban como en la película, yo le contesté que no lo sabía, estábamos en esa edad en la que cualquier contacto físico con un individuo del sexo opuesto, nos causaba repulsión, pero nos surgió la duda a los dos.

  —¿Tú ya has besado? —me preguntó con esa voz tierna que nunca perdió.

  —No ¿y tú?

  —No… ¿Lo intentamos?

  —Si quieres…

  Me acerqué a ella y ella a mí, cerramos los ojos imitando a los personajes de la pantalla, hicimos los labios hacia afuera y nos dimos un pequeño beso, que, aunque duró un escaso cuarto de segundo, fue y siempre será el beso más importante de nuestras vidas; sucedió, por primera vez, compartimos un

muy breve

roce de labios.

  Fuimos a Disneylandia juntos a los 9, ella siempre fue más tenaz que yo, ella podía subirse mil veces a una montaña rusa; a mí, en cambio, tenían que arrastrarme para subirme a la rueda de la fortuna. En fin, desde viajar, ver películas o hacer las tareas de la escuela, todo, todo tenía que incluirla a ella, y eso, es una de las muchas cosas que le agradezco a la vida.

  A los 11, empezó a gustarme, o por lo menos, aprendí a nombrar ese sentimiento que siempre estuvo ahí; y, por lo que decían sus amigas y su hermano, ella también sentía lo mismo por mí. Un año después, todos mis amigos me presionaban para intentar algo, y, siendo sincero, no era gran presión, yo también quería; dicen que siempre fuimos un poco más adelantados a nuestra edad y pues, siempre tuvieron razón.

  Le iba a pedir que fuera mi novia un viernes doce de noviembre, había practicado unas 200 veces lo que le iba a decir y toda la semana estuve nervioso. Entonces llegó el día, me puse mi playera de la suerte y practiqué por última vez el speech.

  Toqué nervioso su puerta y guardé el chocolate que le compré en el receso en mi bolsillo derecho; su mamá abrió la puerta, me miró con cara de conocer mis intenciones y le gritó a Luz que la buscaba. Salió con una blusa rosa fosforescente y unos jeans. Era más alto que ella por poco, me miró a los ojos y yo la miré a ella; nos fuimos al jardín de nuestra calle y nos sentamos en una banquita que había allí, me aclaré la garganta

  —Luz, me gustas muchísimo… ¿Quieres ser mi novia? —simples palabras para todo el discurso que había preparado.

  Me abrazó y sin dudar me dio el «Sí». Fue el momento más especial de mi vida hasta ese punto; sin embargo, no nos duró mucho el gusto, solo un año pudimos estar juntos sin preocupaciones.

  —Le dieron un trabajo a mi papá en los Estados Unidos.

  —¿Te vas a ir, entonces? ¿Cuándo volverás? —le pregunté, sacado de onda.

  —No lo sé, nos iremos en una semana.

  —¿Y cuándo volverás? ¿Por qué no me dijiste antes, Lucía?

  —No lo sé. Mi papá me dijo hasta ahora, perdón.

  —Lucía, no te vayas, por favor.

  —No es cosa mía, perdóname —me dijo llorando.

  —Te voy a esperar hasta que regreses.

  —Te llamaré en cuanto llegue y hablaremos todos los días.

  —Todos los días…

  —Sí, todos, lo prometo.

  —Te Amo Lucía.

  —Yo te amo más…

  Pasamos esa última semana juntos como si fuera la última del mundo, estábamos juntos a cada hora, cada minuto y cuando nos íbamos a dormir, no dormíamos por estar pegados al teléfono; incluso no entramos a clases toda la semana, nos saltábamos clases para aprovechar cada día como si fuera el último que nos veríamos. Y, al final, sí fue el último. La acompañamos al aeropuerto, su vuelo salía a las 8 de la noche, mi padre se sentó a leer un libro mientras mi mamá se despedía interminablemente con la suya, su papá y su hermano cargaban el equipaje y, como era de imaginarse, Luz y yo no acabábamos de despedirnos, a punto de ahogarnos en lágrimas y recuerdos.

  —Todos los días ¿sí?

  —Todos los días, mi amor, te llamaré cuando llegue para que anotes mi número.

  La voz en la bocina anunció que su vuelo estaba a punto de abordar, nos daba tiempo para un último beso y una última promesa, y no nos dimos el lujo de desperdiciarlo. Le besé sus labios por última vez y la abracé hasta que nuestros corazones se tocaron y latieron al unísono.

  —Te voy a esperar.

  —Yo te voy a amar para siempre.

  La solté y la miré por última vez mientras pasó por la puerta de la sala de abordaje, ella me miró también y se alejó. Esperé en mi casa junto al teléfono casi un día. Como podrán imaginar, las cosas no salieron como las planeamos, y, de hecho, la supuesta llamada nunca llegó; sus papás eran muy sobreprotectores y nunca le dejaron empezar una red social, o por lo menos es todo lo que sabía; nada, nada supe de ella después de eso.

  Creo que todos soñamos con la idea de que el primer amor siempre es perfecto y, tal vez a consecuencia de las películas o los libros, queremos pensar que es infinito; no es que a mí no me gustara pensar así, pero las circunstancias me enseñaron dos cosas principalmente:

  1

No idealizar el mañana: me hubiera gustado que Luz hubiera sido sincera desde un comienzo y hubiese llamado. Aprendes, con el tiempo que no se trata de lo que pasará el día siguiente sino de disfrutar el hoy. Me arrepiento de no haber disfrutado como debí.

  2

No prometer más de lo que puedes cumplir: También, con la experiencia, aprendes que es imposible prometer un siempre, claro que es lindo y hasta un tanto romántico prometer un amor infinito, pero simplemente no es posible. Siempre existirán enfermedades, muertes, mentiras, viajes y el destino; y por más fuerte que sea la voluntad, para siempre no es real. «Hoy» y «ahora» sí, y es lo que importa.

  Las promesas no se cumplieron, yo, con el tiempo me volví a enamorar y no la esperé el tiempo que le juré, y ella de seguro encontró a alguien también; todo un amor y una vida juntos quedó en solo eso, una promesa olvidada. Sin embargo, me duele aceptar, no hay un día que no espere escuchar junto al teléfono, aunque sea una sola vez más, su voz.

  Esta no es mi historia, ni la de ella, ni tampoco es la de las circunstancias; esta es una historia sobre la vida, sobre el amor y sobre las enseñanzas que nos deja la muerte, aún antes de llevarnos con ella. Es la crónica de una sonrisa, un beso, una noche y de la suerte que nos toca. Esta es la historia de NOSOTROS, no somos protagonistas como individuos separados sino como uno solo, cada párrafo estaría incompleto sin la presencia del otro.

  Esta es la historia de mi persona, Alejandro Bernal, desde los labios de Lucía Hernández, el amor de mi vida, esta es la historia del romance trágico que nos preparó cruelmente el destino; la de nuestro amor; y también, sobre el cielo, que es azul, eterno, inmenso y que por fin tuvo un motivo para esperar.

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