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  Después de desempacar mis maletas, poner para lavar la ropa y ayudar a mamá a acomodar un par de cosas de tocador, me recuesto sobre la cama algo confundida y apago la última luz en la habitación. Estoy exhausta y con la mente en un montón de sitios. Supuestamente debo relajarme, pero me parece imposible hacer algo como eso justo ahora.

  Fueron unas extrañas últimas semanas, sobre todo después de mi accidente, que terminó con las vacaciones familiares de la forma más abrupta: pasamos de estar en la piscina a ir de un médico a otro para descubrir qué había ocurrido conmigo. Por supuesto, no pude cooperar demasiado explicando cómo había sido mi incidente: no recordaba nada, salvo que me había caído y que mi cabeza dolía como si hubiese pequeños alfileres en ella.

  Sí, una sensación no muy encantadora.

  Los médicos no encontraron nada físico en mí que pudiera re— lacionarse con un golpe, tampoco hallaron ninguna disfunción neuronal. Hablaron de estrés, aunque ¿quién puede estresarse en vacaciones? Es algo casi ilógico.

  Así que aparentemente estoy normal, sin inconvenientes en mí, pero no me siento de esa forma. De alguna manera, estoy ob— sesionada por recuperar aquellos recuerdos que perdí, que fueron casi todos los de las vacaciones. Puedo acordarme de varios al— muerzos y algunas salidas familiares, pero todo desencaja cuan— do intento recordar qué hice todas las tardes allí. Para decirlo de una manera más drástica: me siento vacía y no puedo

  encontrar la pieza que me complete. Tengo miedo de estar vol— viéndome loca o de padecer alguno de esos casos de histeria que describe Freud.

  —Los médicos no dijeron eso. —Me digo a mí misma en un intento de convencerme de que todo irá bien. Llevo las manos hacia mi rostro y trato de despejar mi mente, oyendo el silencio de la noche. Es probable que Mateo y mis padres ya estén dormi— dos, descansando después de tantas idas y vueltas.

  Pero a mí me cuesta dormir, la pérdida de la memoria, unida a que ya casi es el comienzo de clases, mi último año de instituto, jugó una muy mala pasada en mí. Ambos hechos me ponen de los nervios, pero solo me queda afrontarlos.

  Antes de cerrar mis ojos por enésima vez, tomo mi móvil y les envío un texto a mis amigas para contarles que ya estoy en mi casa. Celina, mi mejor amiga, es la primera en contestar: el móvil para ella es como su tercera mano, pierna, ojo y oído.

  «Genial, en el colegio me cuentas TODO, ¿OK?»

  Sonrío ante su familiar energía y, sin esperar que lleguen los otros mensajes, apago el móvil. Realmente necesito descansar y dejar de ser tan perseguida; es fácil decirlo.

  Realizarlo es el problema.

  En tres días voy a empezar el colegio otra vez. ¿Lo bueno del instituto? Veré a mis amigas. ¿Lo malo? Volver significa entrar a la monotonía de tarea, tarea y más tarea, y ni hablar de lo demás.

  Sacudo la cabeza para mí misma; pensando así, no podré lle— gar con una sonrisa a mi primer día. Tengo que preparar mis cuadernos y carpetas nuevas, ¡mucho por hacer!

  ¿Quién sabe? Quizás este año pueda sorprenderme. Después de todo, la esperanza es lo último que se pierde, ¿verdad?

  Me doy la vuelta en el colchón, bostezo y dejo que el sueño me lleve hacia un mundo de fantasía.

  —¿Estás segura de que no te duele nada? —pregunta mamá, con los ojos clavados en mí como si fuera a desaparecer si llegase a pestañear.

  —Muy segura —le respondo sin vacilar.

  El médico también estudia mis reacciones, pero callado y frunciendo el ceño. No parece algo muy positivo. ¿Qué clase de esperanza se puede tener si te miran de esa forma? Casi creo que oiré algo así como «lo siento, te saldrá un tercer brazo y tendrás serpientes en el cabello en dos minutos».

  —También puedo recordar lo que creía haber olvidado. —De— cido mentir. Convivir con los rostros preocupados de mi familia, su obsesión por mi seguridad y las mil visitas a distintos médicos ya es arduo por distintos motivos. No quiero que se alarmen por mí, sobre todo por un caso que parece no tener solución. Sinceramente, tampoco me gusta que el hospital se convierta en una segunda casa. Lo cierto es que estos días pude recordar que estuve varias tardes leyendo muy cerca del lago que enfrentaba al hotel o incluso algunas mañanas en las que se me ocurrió salir a caminar, así que mi mentira es parcial. No recuerdo todo, pero sí algo—. No recuerdo qué me hizo olvidar, pero sí lo demás.

  El doctor parece no creerme, ya que vuelve a revisarme con esa maldita luz molesta y hace chasquear su lengua al terminar. Acto seguido se saca los anteojos para limpiarlos con una gasa que lleva en su bata blanquecina. Cuando se los pone, vuelve a colocar las radiografías —las que me hice hace un rato y también las de Córdoba— para compararlas y hace un gesto de negación. Luego se gira sobre sí y camina hacia mí; toca mi cabeza al llegar.

  —¿Te duele? —pregunta con su voz gruesa y cansada.

  —No.

  Al escucharme decir eso, decide desistir de seguir buscando algo invisible en mi cabeza. Nervioso, se rasca el cabello.

  —¿Cómo te sientes?

  —Me siento bien. Veo a la perfección, mis reflejos son buenos y realmente ya no me olvidé de nada más. ¿Las placas están bien?

  —Están normales. Ambas. Ese es el problema, Emma —me dice el médico—. En realidad, más que decir problema, es ex— traño.

  Asiento. El médico parece estar esperando alguna mueca de mi parte, pero al ver que no siento nada, vuelve a fruncir el ceño.

  —Bien, pareces estar en buen estado, así que te dejaré ir. Si notas algo, avísale rápido a un mayor. —Dicho eso, se vuelve ha— cia mi madre—. Señora, si ve algo extraño, venga de inmediato con ella, ¿sí?

  —Por supuesto, doctor. Puede contar con ello —asegura mamá—. Entonces asumo que está bien que ella comience las clases con normalidad, ¿verdad?

  —Puede hacer vida normal, pero no la pierdan de vista.

  —Gracias —digo al mismo tiempo que mi madre—, que tenga un buen día — agrego.

  —Igualmente —sonríe apesadumbrado mientras mira el or— denador para fijarse cuál es el siguiente turno de los tantos que lo esperan fuera.

  Al salir del consultorio nos reciben un montón de rostros des— conocidos y apagados. Busco entre las personas a mi papá y a Mateo, y no resulta difícil encontrarlos: papá se pone de pie de su asiento y camina hacia nosotras con aspecto agotado y Mati aparece detrás de él, usando el móvil para jugar. Deja de mirarlo

  y sus ojos brillantes me observan, con una gran sonrisa que me hace querer revolverle su cabello rubio.

  —¡Emma! ¡Ya saliste! —exclama él y corre a abrazarme.

  —¿Y bien? —En la voz de papá se vislumbra su preocupación.

  Mati rompe el abrazo y da dos pasos atrás para observarme con curiosidad.

  —¡No hay nada de qué preocuparse! —comento fuerte y, tal vez, demasiado enérgica. Es obvio que quiero irme a casa lo más pronto y si sigo así, creerán que finjo que estoy bien.

  —No, no es así. Siguen sin encontrarle nada, pero como su estado físico está normal, el médico dejó que se fuera —replica mamá, mirándome con el entrecejo fruncido—. Sin embargo, debemos vigilarla. Emma dijo que recuerda…

  —Ya, ma, entiendo. —Pongo mis ojos en blanco—. Parece como si fuera a escaparme de una cárcel o algo así. ¡Estoy bien! Avisaré si me siento mal.

  —Emma, no es una gracia lo que te pasó. —«Nunca dije que lo fuera». Papá cruza los brazos sobre su pecho. Alguien pasa al lado de nosotros y una nena casi le tose en la cara a mi herma— no—. Mejor vayámonos, estamos estorbando el paso.

  Al salir del hospital siento cómo todo el ambiente pesado y caluroso del verano pega en mi cuerpo. De pronto comienzo a extrañar el ambiente del hospital, por el aire acondicionado, cla— ramente. Pongo una sonrisa en mi rostro, pensando que ya no tendré que volver por un buen tiempo allí; de esa forma, me dirijo junto con mi familia hacia nuestro coche, pero justo en ese mismo instante mi respiración parece cortarse ante la sensación extraña que se apodera de mí. De repente comienzo a sentirme como si estuviese en el blanco de un francotirador y con una luz roja en mi frente, como si alguien me observara con intensidad, casi como si el mismísimo Superman usara su visión láser contra mí.

  Intento no hacer caso a lo que siento, pero no puedo negar la punzada que parece atravesar mi frente. Pego un respingo cuando noto que hay un chico de ojos verdes que clava su mira— da en mí desde varios metros de distancia. Se encuentra sentado en una de las mesas del exterior de un bar que está justo enfrente de nuestro auto; su ropa es casual, pero toda oscura, y la barba insípida en su rostro le termina de dar aquella fachada de chico malo. Se ve relajado, pero su mirada es de asesino, lo cual no me da ningún buen rollo.

  Cuando nota que nuestras miradas coinciden, levanta una taza hacia mí, como un saludo, y bebe de ella. Enseguida aparto la vista lejos de él y me introduzco lo más pronto posible en el coche.

  El rostro de aquel chico me es familiar, pero no puedo saber de dónde. Eso sí, mi desconcierto no impide que me descubra a mí misma temblando como si estuviera frente a un peligro. Miro a mis padres con prisa con miedo de que se den cuenta de mi temblor y que me manden otra vez al hospital, pero agradezco que no lo hayan visto.

  Cuando me doy vuelta otra vez, el tipo sigue con la mirada sobre mí.

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