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  Naly

  Quizá había tomado la decisión errónea en medio de un ataque de nervios e histeria, a veces las personas lo hacemos. Pero si alguien me hubiera preguntado sobre mis actos en aquel momento, mi respuesta hubiese sido rotunda y rápida.

  Lo gracioso era el hecho de que realmente creía que escapar de mi drama familiar lo haría todo más sencillo. Me equivocaba, y aún no tenía ni idea de todas las veces que llegaría a hacerlo. Sin embargo, huir siempre era tentador y más fácil ante ojos inocentes, como eran los míos.

  Había vivido en una burbuja demasiado tiempo.

  Llegué a la casa de la familia Bradley hacía aproximadamente una hora, y nadie se había presentado en el lugar, algo que consideraba irrespetuoso e irresponsable. Me pareció despreciable que me hicieran esperar en la puerta hasta que alguien se dignara a aparecer. Disciplina era lo que les faltaba.

  No había visto fotos de ellos, pero sabía que era un matrimonio con hijos.

  Esperé, pero acostumbrada a la puntualidad y el orden de la lujosa y, supuestamente, maravillosa vida que siempre he llevado, aquel acto consiguió florecer una clara molestia en mí.

  Todo era más fácil con una criada esperándote en casa.

  —¡Genial! —mascullé irónica para dejar de dar vueltas de un lado a otro y sentarme en la entrada de la casa, prácticamente en el suelo. No podía creer que yo estuviera haciendo algo así.

  Alcé la mirada y me percaté de lo gris que se mostraba el ambiente. El azul del cielo y el blanco de las nubes habían sido manchado aquella mañana de septiembre.

  Gris, siempre había odiado ese color. No era blanco, tampoco negro, simplemente gris; además, detestaba sentir que ese color estaba en medio de las dos cosas.

  Ya cansada de tanta demora, comencé a caminar de un lado a otro. ¿Cómo se podía ser tan maleducados? Ellos sabían que iba a venir, así como la hora exacta, ya que ellos habían enviado el e—mail con la información. Suspiré y pensé que había sido un gran error venir a Oxford, me encontraba en la calle y tenía más hambre de la que recordaba haber tenido alguna vez.

  Suspiré de nuevo y me senté, intentando encontrar la manera de relajarme. Recordé a mi niñera, Caroline, y como decía «Naly, cielo, cuando estés nerviosa piensa en los momentos felices de tu vida, te relajarán». Pensé en ella, busqué aquel rincón de mi memoria en el que se escondían los momentos perfectos en los que la soledad y la angustia no existían. Sin embargo, estaba demasiado agobiada para encontrarlos, incluso, noté que las manos me temblaban cuando buscaba en mi teléfono un número al cual llamar. Creí recordar que habían dejado uno en el e—mail. Lo encontré, llamé un par de veces, pero no hubo respuesta.

  Volví a levantarme y esa vez volteé para admirar la vivienda que se alzaba frente a mí. Las casas en Oxford eran exactamente iguales a las de cualquier ciudad inglesa: Todas en fila, todas con el mismo diseño, dos plantas, un pequeño garaje y poco más.

  Me senté de nuevo, preguntándome si había tomado la dirección correcta. Volví a mirar el e—mail, tal vez me había equivocado de lugar, pero no, era allí. Bajé la mirada y repasé en mi mente todas las cosas que había traído, sin olvidar por un segundo las duras facciones de mi padre cuando abandoné mi casa con la intención de no volver por mucho tiempo.

  Papá siempre había sido una persona un tanto apática, pero nun­ca hubiera imaginado que llegaría a hablarme de aquella manera, ni a decirme tal tontería:

  —Naly —dijo antes de que agarrara mi maleta y la sacara de casa—, no olvides lavarte los dientes cada noche.

  ¿Eso era lo que se le ocurría decirme en aquel momento? ¿Solo eso? ¿Esa tontería? Podría haber esperado cualquier cosa, menos eso. De ahí que ni siquiera respondiera a su incoherencia.

  —¿Quién eres tú? —una voz grave detuvo mis pensamientos con un tono algo violento.

  Mi ceño se frunció y alcé la mirada para encontrarme con uno de los hombres más guapos que había visto en toda mi vida. No exageraba. Juro que por unos instantes experimenté lo que era perder el aliento.

  Sus ojos almendrados eran verdes y brillantes, adornados por unas pequeñas pestañas muy poco rizadas. Su cabello ondulado y castaño oscuro se abombaba en su cabeza adorablemente ya que no era largo, pero tampoco llegaba a ser corto. Su flequillo estaba hacia atrás, y en cuanto a su vestimenta, se podría decir que era la clase de chico que tenía el color negro como base en su armario.

  —Soy… —acomodé nerviosa mi cabello al hablar.

  El desconocido frunció el ceño y me miró fijamente mostrando su personalidad. Temí, ese chico daba miedo. Era su actitud, su postura y su tono de voz los que gritaban que el peligro recorría cada parte de su vida.

  —Ams, no sé qué haces en la puerta de mi casa y tampoco me importa, pero quita del medio, estorbas —ordenó de la manera más seca y prepotente que alguien puede utilizar.

  —Yo… —traté de hablar de nuevo, pero él me interrumpió del mismo modo en que lo había hecho en un principio.

  —¡Quita!

  —¡Pero soy la estudiante de acogida! —informé y su ceño se arrugó un poco más.

  Un sudor frío recorrió mi cuerpo. Su mandíbula se apretó con rabia y entrecerró los ojos como si estuviera tranquilizándose mentalmente, como cuando intentas contar hasta diez.

  ¿Quién se creía que era?

  Por mi parte inspiré y miré a la derecha, estaba a punto de estallar en lágrimas de rabia.

  ¡Soy estúpida! ¿Cómo he podido creer que podía irme de casa y hacer las cosas a mi manera? ¡Aquí ni siquiera me quieren!

  —Lo siento, te has equivocado, aquí no es —abrió la puerta de la casa.

  Me levanté y lo reté con la mirada, no iba a dejar que me tratara como si fuera estúpida, a pesar de que yo me sintiera de esa manera. Giró el pomo de la puerta. Agarré mi maleta descaradamente antes de volver a hablar, a mí nadie me menosprecia, nadie.

  —No me he equivocado. Es justo… —él entró y por unos segundos pensé que me dejaría hacerlo también, pero mi frase cayó en el aire cuando me cerró la puerta en las narices— aquí…

  Me quedé absolutamente pillada, sin embargo, no podía entrar en pánico. Aquel chico era un maleducado en toda regla y a pesar de que dependía de él para tener un techo bajo el cual dormir, no podía perder la calma. Pero estaba en la calle. ¡En la calle! Y todo porque mi supuesta familia de acogida no quería abrirme la puerta. Mejor dicho, el chico guapo no quería abrirme la puerta. Me senté de nuevo y alcé la mirada al cielo rezando por encontrar la respuesta a lo que debía hacer. Que ese chico entrara en razón parecía imposible. Nunca había imaginado que acabaría en una situación semejante, y después de haber sido, prácticamente, la niña mimada no sabía qué hacer. Bajé la mirada y la fijé en mis zapatos, esos Adolfo Domínguez estaban destrozando mis pies. Quizá más tarde intentaría hacer entrar en razón al chico. Pues no tenía dinero y no quería volver a casa.

  —Hey... ¿qué haces aquí tan sola, guapa? —alcé la mirada minutos más tarde para encontrarme con el mismo chico de antes, pero esta vez me sonreía con coquetería y vestía totalmente distinto.

  —¿Pero qué…? —mi ceño se frunció con extrañeza y sorpresa. Este chico quiere tomarme el pelo, o ¿qué? — ¡Ya sabes la respuesta! ¡Te lo acabo de decir!

  —Eh… creo que te equivocas de persona, yo no he hablado contigo, ni siquiera te conozco—me cortó, excusándose sin mucho éxito. A mí no me dejaban en la calle después de hablarme mal y tratarme como si fuera una tonta—. Debía ser…

  —¡No, eras tú! —le acusé levantándome de nuevo.

  Él se rio y sus hoyuelos se marcaron, eran adorables; por su apariencia podía jurar que eran personas diferentes. El nuevo chico era completamente opuesto al anterior. Iba con pantalones negros, también ajustados, pero en la parte superior llevaba una camiseta blanca adornada con unas letras y una chaqueta marrón. En cuanto a su actitud tenía una sonrisa seductora y el brillo en sus ojos verdes mostraba lo muy seguro de sí mismo que era.

  —Vale, chica… —dijo, y se acercó más de lo normal sin ningún tipo de escrúpulo.

  ¿Qué estaba haciendo? Me agarró de la cintura, y me observaba sonriendo mientras continuaba acercándose.

  «¡Mierda! ¡Soy débil a este tipo de contactos!».

  Sus labios estaban muy cerca de los míos y su mirada volaba por mí. Así que luché por no quedar hipnotizada.

  —Te juro que antes no era yo, y no sé qué te ha hecho, pero yo nunca trataría mal a una chica tan… —echó un vistazo a mi cuerpo, repasándome de arriba abajo— atractiva.

  —Déjate de cuentos, estás loco. ¡Suéltame! —mascullé intentando parecer segura y para nada intimidada. «¡Por Dios, Naly, abofetea a este imbécil!»—. No sé qué pretendes con este juego, pero si me vas a hablar mal y a cerrarme la puerta en las narices otra vez, hazlo. Eres un bipolar. Ni siquiera te conozco y ya me irrit…

  Callé al percatarme de que sus labios se acercaban más a los míos de lo común. Un leve movimiento haría que se tocaran. ¿Acaso pensaba que era una suelta? ¿Qué clase de loco era?

  —¡¿Qué haces?!

  Él me pegó más a su cuerpo mientras yo intentaba separarme a pesar de que resultaba una tarea difícil dado que era mucho más voluptuoso y fuerte que yo.

  —Intentar besarte —sentí como las rodillas me flaqueaban, ante lo profundas que eran sus palabras. Tenía que reconocer que era irremediablemente seductor, incluso me arriesgaría a decir que dominaba el arte de la seducción.

  —De eso ya me ha dado cuenta ¡Suéltame! —exclamé y algunos golpes aterrizaron en su pecho, pero él no me soltó. Solo se dedicó a pasarse la lengua por los labios y a sonreír. Esa actitud ya parecía enfermiza.

  Susurró.

  —Sé que quieres. Así que dime tu nombre y te dejo entrar a mi casa a descubrir las siete maravillas que puedo ofrecerte —expresó con descaro.

  Bufé. Me estaba proponiendo sexo de una manera muy… ¿cómo llamarlo? Sutil. Y lo peor era que conseguía encender una pequeña chispa en mí.

  —¡No pienso entrar contigo! ¡Me quedo en la calle! ¡Eres un cerdo! —exclamé y me alivié cuando se separó. Crucé los brazos, pues la sonrisa que seguía en su rostro ya comenzaba a irritarme.

  —Vale, cuando estés cansada de esperar, y si no quieres dormir en la calle, solo toca al timbre —informó revolviéndose el cabello— ¿Vale, guapa? —Refunfuñé, él sí sabía que yo era la de acogida— Te espero en mi cama.

  —Tú, maldito eres un… —volvió a cortarme.

  Tenía un serio problema con dejar que la gente acabara de hablar.

  —Hasta luego, Naly —me guiñó un ojo y de nuevo cerró la puerta en mis narices.

  ¡Sería posible! Sabía mi nombre y lo qué hacía allí, pero solo intentó aprovecharse de la situación. Era más que seguro que se estaba riendo de mí.

  Me llevé los dedos a los labios, bajé de nuevo la mirada al suelo y perpleja pensé con claridad si debía entrar ahí o no. ¿Convivir con un chico con bipolaridad y un serio problema para dejarte acabar las frases? Definitivamente no era una buena opción ni modo de vivir.

  Me volví a sentar y dejé mi mente en blanco, quizá la mejor alternativa sería buscar un hotel, pero apenas tenía dinero. ¿Por qué todo me salía mal?

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