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  Lunes 26 de diciembre.

  Me levanto temprano; suelo dormir hasta las once de la mañana, pero un ruido externo altera mi sueño. Me quedo en la cama y observo a mi alrededor. Tengo la habitación de una princesa, todo es blanco y rosado. A la derecha está mi vestidor, con los atavíos más hermosos y de las marcas más reconocidas que una niña —o su madre— pudieran desear. A la izquierda se ve el estante donde tengo mis juguetes, peluches, muñecas y juegos de mesa. Es alto, va desde el suelo hasta el techo y está lleno. Frente a mi cama está la casa de mis Barbies, tengo un montón de ellas, las más antiguas y las más nuevas; la sirena, la bailarina y la doctora. La casa es inmensa y tiene todos los mueblecitos: la cama, el armario, la piscina y el auto. No hay nada que no tenga. Al lado de la casa está el librero donde guardo mis tesoros, mis libros favoritos, esos que me permiten vivir una vida diferente a la mía cada día.

  En un sillón que se encuentra en una esquina frente a mi tocador hay un montón de regalos, todos los que recibí ayer, en Navidad. Salgo de la cama y busco una de las cajas, la abro. Son mis bombones favoritos, me los hace mi abuela y, a modo de obsequio, me preparó una bonita caja con muchos de ellos.

  Voy de nuevo a mi cama y la abro. Hizo bombones de distintas formas: estrellas, corazones, hojas y tréboles. Sonrío y me como uno, y luego otro… y otro más. La puerta se abre de golpe, es mamá. Escondo los bombones bajo las sábanas lo más rápido que puedo, pero no es suficiente.

  —¿Qué estás comiendo, Carolina? —pregunta con un gesto que me asusta, levanta las cejas y ladea la cabeza.

  —Nada… —digo y me apuro a tragar el último bocado.

  Ella se acerca. Me mira a los ojos y puede ver la mentira en ellos, o quizá ve rastros de chocolate en las comisuras de mis labios. Me limpio rápidamente cuando levanta la sábana.

  —¿Otra vez comiendo? ¿Otra vez mintiendo? ¡¿Cuantas veces te dije que debes dejar de comer porquerías?! Tienes diez años y ya pronto serás una mujercita, te llenarás de grasa y de celulitis, ningún chico te querrá. Entiéndelo, este mundo no es para la gente obesa. —Mi madre toma la caja y la lleva hacia el baño.

  —¡No la botes, me los hizo la abuela! —grito, se lo ruego.

  —¡Es que ella siempre ha sido gorda y quiere que tú seas igual! —exclama y entonces abre la puerta del baño, derrama todos los chocolates en el inodoro y tira de la cadena—. Vístete y baja a desayunar sano. —Me ordena y sale de mi habitación.

  Me pongo a llorar, esos chocolates me los había hecho la abuela y ella es la única que me trata con cariño.

  Intento calmarme.

  Bajo a tomar mi leche de almendras con cereales y frutas antes de que mi madre se ponga más nerviosa. Cuando termino, me dispongo a ir a casa de Alelí, no quiero estar más aquí. Voy por mi animal de felpa favorito para llevármelo conmigo, es un osito con alas de ángel que, si le aprietas un botón, reza la oración del ángel de la guarda.

  Cuando paso por la habitación de mis padres, los escucho discutir.

  —¡Ya te dije que no quiero que vuelvas al modelaje! ¿Cuándo lo terminarás de entender? —grita mi papá—. Además, estás fea y gorda, llena de arrugas y de canas, ¡ya nadie te contratará!

  —¡No es cierto, me ha llamado Piero y quiere que vuelva! —responde mi madre.

  —Estás embarazada, Fiorella, te pondrás más gorda y más flácida en poco tiempo, es absurdo —zanja mi padre.

  —No quiero tener otro hijo. ¡Nunca quise uno! ¡Tú me obligaste! Yo no sirvo para esto de ser madre. ¡Estoy harta de todos, de ti y de esa niña malcriada! —grita.

  Entonces, escucho el sonido de la palma de mi padre contra el rostro de mi madre. Es normal, siempre la golpea y luego ella se cubre de maquillaje. Mi padre le grita y le dice que es una zorra. Yo me tapo los oídos y cierro fuerte los ojos.

  Salgo corriendo de mi casa y lloro hasta llegar a lo de Alelí. Mi tía, asustada, me abraza. Ellas saben lo que pasa en mi casa, pero no hacen nada, nadie puede hacer nada.

  14:00 PM

  Almuerzo aquí porque no quiero volver, pero estoy preocupada. Espero que papá no le haya hecho a mamá nada muy feo. Quiero ir a ver si ella está bien, así que me despido de mi tía y de mis primos para regresar a casa, que queda en la otra esquina. Entro, hay silencio, sé que papá salió porque no está su auto.

  Encuentro a mamá sentada en el jardín. Tiene la vista perdida en el cielo y parece estar pensando. Me acerco a ella y puedo ver el moretón en su mejilla derecha.

  —¿Estás bien? —pregunto.

  Ella, con sus ojos verdes vidriosos por las lágrimas, me dice que me siente a su lado.

  —Sí… ¿y tú? —pregunta.

  Asiento.

  —¿Vas a volver a trabajar?

  Ella niega con la cabeza.

  —Lo siento… —murmuro.

  Quedamos un rato en silencio y ella me toma de la mano.

  —¿No me quieres? ¿No querías tener hijos, mamá? —pregunto. Las lágrimas se atoran en mi garganta.

  —No es eso, sí te quiero, pero esta no es la vida que yo deseaba cuando era joven —responde con la voz cargada de melancolía, como si le doliera mucho.

  —Lo siento… —digo en medio de un suspiro.

  —No es tu culpa… Perdóname por no ser una mejor madre para ti.

  —Yo te quiero —digo.

  Ella me abraza y besa mi frente.

  —También yo, Carito, también yo. —Es la única que me dice así cuando no me está regañando por algo.

  —¿Te vas a ir? —pregunto.

  Ella no responde por un buen rato.

  —No… —dice después.

  Entonces, me dice que vaya a tomar un baño y a arreglar mis juguetes. No sé qué es lo que debe ordenar pues todo está en su sitio, pero, para no discutir, hago lo que me dice. Me voy a mi habitación, me baño, me visto y, luego, leo un libro.

  18:00 PM

  Una idea me cruza por la cabeza, quiero decirle a mamá que vayamos juntas a otro país donde ella pueda trabajar de lo que le gusta. Yo prometeré portarme bien y hacer lo que me dice. Ya no quiero que mi papá la maltrate.

  Hay un silencio enorme, mi casa es así: fría, aburrida y silenciosa. Pero la quietud de ahora es mayor, es tan intensa que duele. Siento un escalofrío.

  Dejo el libro a un lado y salgo de mi habitación. No hay nadie cerca, busco a mi madre para contarle la idea. Miro en su habitación, pero no está. La busco en la biblioteca, en la sala y en el comedor. Le pregunto incluso a la cocinera, pero nadie la vio. Supongo que sigue en el patio, así que voy a buscarla, pero tampoco está allí.

  La puerta del depósito que está al lado del garaje está abierta y con la luz está encendida en el interior, así que asumo que ella está allí. ¿Pero qué hace ahí? En ese sitio solo hay herramientas y cosas que usan los mecánicos y jardineros de la casa. Camino despacio, tengo miedo de que no sea ella quien está allí. Quiero decirle que la quiero, que, por favor, no se vaya, que la necesito y que me portaré bien. Quiero decirle que ya no volveré a comer si eso le hace feliz, quiero contarle mi idea de irnos juntas.

  —¿Mami? ¿Estás ahí? —pregunto con temor.

  La puerta se mueve con el viento y hace un sonido algo tenebroso. Entonces, me acerco al umbral y la veo.

  Me quedo helada, tiesa, en shock.

  El cuerpo de mi madre cuelga de una de las vigas del techo. Una cuerda gruesa y mugrienta está enroscada alrededor de su cuello y sus manos están aferradas a ella como si intentara quitársela. La silla en la que se paró para colgarse está caída y sus hermosos ojos verdes están abiertos, enormes. Su piel ya no es blanca y perfecta, es azulada; sus labios están morados, su boca está abierta y su cabeza ladeada. Se mueve ligeramente de un lado a otro como un péndulo triste.

  —¡Mami! ¡Ahhhhh! —grito y me acerco corriendo. Alcanzo sus pies y su vestido blanco de algodón y lo estiro—. ¡Baja de allí! ¡Mamá, por favor, baja!

  Me dejo caer en el suelo y lloro, ella ya no está, se ha ido para siempre.

  —Yo te quiero… yo te quiero mucho. Podíamos irnos juntas y dejar a papá… Podías volver a trabajar y yo no te daría más problemas. Dejaría de comer para que ya no me retes… Y te has ido… me has dejado… Mami, ¿por qué? ¡Mami, vuelve!

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