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Las hermosas gemelas enrolladas con un solo hombre, ¿quién será su cenicienta al final?
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¡Ay! ¡Que dolor!

De repente, la niña sintió un dolor muy agudo que, junto con la fría brisa del invierno, le perforaba los huesos.

—Pórtate bien, pequeña Yanie. Relájate y todo acabará pronto —le susurró al oído la suave voz que emitían los finos labios del hombre.

Shenie Yales apretó los dientes e intentó calmarse poco a poco, obedeciendo a las palabras de ese hombre. Pasaron toda la noche juntos y él no se despegaba de ella ni un solo momento; se quedó dormido cuando ya no le quedaban más fuerzas, pero Shenie no se atrevía a quedarse dormida. Aguantó el dolor que la pasión de ese hombre le provocaba a lo largo de la noche, hasta que por fin pudo vestirse con manos temblorosas. Tuvo que apoyarse en la pared para salir de ahí, pero aun así antes de marcharse, se dio la vuelta y volvió a mirar por última vez al hombre tendido en la cama. Su delicado rostro le recordaba a una escultura griega, sus brillantes ojos estaban cerrados, sumidos en algún hermoso sueño. ¡Era el hombre perfecto! ¡Qué pena que no fuera para ella!

Shenie miró hacia otro lado ya que no quería pensar en lo que había sucedido por la noche. Abrió la puerta y salió. Fuera la esperaba una chica ataviada con una gorra, unas enormes gafas de sol y una mascarilla que le tapaba media cara.

—¿Ya? —le preguntó.

Shenie asintió con semblante serio. A pesar de que el rostro de la chica que la esperaba fuera reflejaba alegría, sus ojos parecían estar llenos de desdén.

—Después de todo, aún vales para algo. ¡Ahora desaparece de mi vista! —le dijo con burla.

Pero Shenie no dio ni un paso.

—¿Y mi dinero? —le preguntó, clavándole la mirada.

—¿Creías que te iba a engañar? El dinero lo tiene papá. ¡Pídeselo tú misma! —le contestó la chica con rudeza.

Justo antes de entrar en la habitación se quitó las gafas y la mascarilla. Ahora se podía ver que la chica era clavada a Shenie, la única diferencia era la superioridad, la prepotencia y la elegancia que desprendía como cisne esbelto. Por su parte, Shenie parecía igual de humilde que el patito feo.

Esa prepotente chica era su hermana gemela, Yanie Yales. Eran gemelas idénticas, pero cuando sus padres se divorciaron, las separaron: Yanie vivía con su padre y Shenie, con su madre. Shenie ya ni se acordaba cuándo fue la última vez que hablaron. Si nadie hubiese venido a buscarla, seguramente Shenie no habría vuelto a hablar con Yanie jamás. Al igual que antes, seguían siendo dos extrañas; y seguramente seguirían siéndolo toda la vida.

Después de la respuesta, Shenie decidió marcharse: salió de la habitación y llamó un taxi. El coche tardó en llegar a causa de la nieve mientras que Shenie tuvo que pasar mucho frío mientras esperaba. Cuando por fin llegó el taxi, se subió al coche y le pidió al conductor que la llevara al área residencial de Holborn, donde vivía su padre, Jacob Yales, y su hermana Yanie. Era un barrio muy exclusivo de la Ciudad S. Pero Shenie no quería volver a pisar ese lugar después de todo lo que había pasado hoy.

Mientras se dirigía a casa de su padre, sonó su móvil. Llamaban del hospital.

— Señorita Yales, ¿acaso se cree que somos una ONG? Si no… —dijo la señora al otro lado del teléfono con seriedad.

—No se preocupe. ¡Le prometo que le enviaré el dinero hoy sin falta! —la interrumpió Shenie con firmeza.

—¡Pues dese prisa! ¡El tiempo corre y no espera a nadie! —le dijo la señora, a pesar de haberse quedado atónita durante un segundo por su respuesta.

Shenie no contestó a su réplica y cuando la señora colgó, apretó el teléfono con más fuerza.

«¡Aguanta, mamá! ¡Te salvaré!».

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