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  Había un solo lugar que me convocaba cada pocas horas. El Hospital de Busan Good Moonhwa.

  Un hospital a unos kilómetros de la costa.

  Solía andar sobre la arena de la playa por el mero gusto de sentir la arena bajo mis pies, o la brisa húmeda característica de Busan, era una de las pocas cosas que podía sentir, que me relajaban, incluso si no tenía nada por lo que relajarme.

  No era un simple mortal con vivencias duras, con pensamientos cuestionables. No. Yo era un Ángel de la Muerte que no sentía nada más allá de la hermandad y afecto hacia mis hermanos.

  Pero ese día fue diferente.

  Desaparecí de la playa, dejé de ver a esa pareja darse excesivas muestras de afecto con la puesta de sol a sus espaldas para ver una habitación de color blanco.

  Miré la cama frente a mí, un hombre de menos de cuarenta años estaba postrado en ella, con tubos en sus brazos y un respirador, la máquina conectada a él señalaba el débil latir de su corazón.

  Estiré la mano hacia el hombre, que mantenía sus ojos llenos de lágrimas en mí, supe que quería suplicar, pensé que sería por su vida, sin embargo sus ojos se alejaron de los míos para fijarlos en dos pequeños niños que estaban sentados en la esquina de la habitación. Las lágrimas de sus ojos se desbordaron y, por primera vez, me sorprendí.

  Era el primer ser humano que no suplicaba por su vida. Era el primer ser humano que suplicaba por que sus hijos no viesen su ida, pero yo no podía hacer nada por evitar que vieran aquello.

  Yo no podía relacionarme con los vivos de ninguna manera, el hombre no me miró hasta pasados unos minutos, en los que escuché los quejidos de los dos hijos del hombre. No había nadie más en la habitación, sólo esas tres personas.

  —Es la hora.— dije cuando el hombre volvió a mirarme, sus ojos me gritaban que quería despedirse de sus hijos. Asentí a su súplica, aún con mi mano extendida frente a él.

  Con una de sus manos hizo un leve gesto hacia los niños para que se acercasen a él, pero sólo uno de ellos se acercó.

  Un niño de pelo castaño y ojos oscuros, que sólo tenía ojos para su padre; me sentí observado pero el hombre sólo miraba a su hijo y a su hija, que aún estaba en la esquina de su habitación.

  Mis ojos no pudieron evitar unirse a los suyos, esa pequeña niña me estaba mirando directamente, sentí mi ceño fruncirse, ¿cómo era posible que aquella niña de ojos grises y pelo azabache estuviese mirándome?

  El niño se alejó de su padre, interponiéndose entre la niña y yo, el hombre volvió a mirarme y entonces asintió.

  Acerqué la mano estirada hasta su pecho, de dónde comenzó a salir una pequeña bola espesa de diferentes colores, el color predominante era el rosa, una pequeña sonrisa se extendió en mi rostro mientras guardaba ese alma en un pequeño bote de cristal que luego metí en la bandolera desgastada que colgaba sobre mi hombro.

  Volví a alargar la mano y presioné la frente del hombre, sus ojos comenzaron a perder la poca vitalidad que aún tenían y por fin, no fue nada más que un cadáver.

  Escuché nuevamente los llantos y súplicas de los niños, aunque realmente el único que suplicaba era el niño; el pitido constante de la máquina avisó a las enfermeras, que no tardaron en entrar a la habitación, mis ojos volaron hacia la niña que lloraba, con sus ojos aún puestos en mí.

  Desaparecí del hospital con la incertidumbre.

  Era la primera vez que me veía una persona que no moriría pronto.

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