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  El señor y la señora Gellar entraron en un insalubre callejón de Londres. Sus costosas ropas desentonaban con el arrabal. La presión de la lluvia caía sobre sus cabezas y los motivaba a terminar pronto lo que se traían entre manos.

  El señor Gellar se adelantó y empujó unas cuantas cajas mohosas y unas bolsas pestilentes fuera de su camino. Agachado a un lado del contenedor metálico, él improvisó una casita de cartón. Colocó una manta de fina seda y algunos periódicos.

  —Rápido Sarah, dámelo. —Extendió las manos hacia su esposa.

  La señora Gellar arrebujó con más fuerza al diminuto bultito envuelto que sostenía. No quería hacerlo.

  —¿Estás seguro Greg? ¿Qué va a decir Gerald cuando descubra que no está?

  Lo que opinara su hijo, no le importaba en ese preciso momento. Solo estaba aprovechando la hora de dormir del pequeño para que él no se diera cuenta de que en la casa faltaba «algo». Tenían hasta unas horas después del amanecer: tiempo suficiente para inventar una excusa que suene convincente a un niño de tres años.

  Pan comido.

  —Sarah —la apuró.

  Su marido estaba impaciente y ansioso, lo notaba por el temblor de sus manos. Entre aliviada y angustiada, Sarah miró al gatito recién nacido que cargaba en sus brazos. Tenía el tamaño de un ratoncito de cocina y sus diminutas orejas temblaban pegadas a su cabeza de color negro. Había comenzado a emitir agudos y débiles maullidos en busca de la leche de su madre.

  A pesar de sentir su alma estrujada por verse obligada a tener que abandonarlo, ellos no podían conservarlo por dos razones: su madre ya no podía cuidar de él y su hijo Gerald era alérgico al pelo de gato.

  Así debía ser.

  Era lo mejor.

  ¿Pero por qué se sentía así de mal?

  Sacó del bolsillo de su abrigo de piel una fina cadena de oro con un pequeño medallón ovalado. La deslizó por el cuello del gatito y procuró aferrarla con delicadeza gracias a un cierre deslizable. Si iba a recuperarlo, lo haría gracias al medallón.

  La señora Gellar miró, angustiada, el rostro de su marido y notó cómo un relámpago iluminaba las duras facciones de él.

  El bultito pasó de las pequeñas manos de Sarah a las enormes y fuertes manos de Greg, y él lo acomodó sobre el refugio que había armado.

  Empapados y en mortal silencio, regresaron al Cadillac que los esperaba en la entrada del callejón. Volvieron a su residencia dejando atrás al gatito que se revolvía con premura en la manta. El medallón de oro centelleaba gracias a la intensa luz de la luna llena.

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