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  —Al fin prende esta mierda —murmuro para mí misma, antes de cerrar la puerta del Jeep.

  Mi día va de mal en peor y es inevitable lanzar palabrotas al aire mientras conduzco a través de la avenida.

  Primero, el profesor Ruggles nos había explicado la teoría de los sueños de Hartmann, que establece la hipótesis de que los sueños reflejan nuestras emociones y que lo hacen en forma de metáforas. Como siempre hay un bromista sin el más mínimo interés en la clase, se originó un debate tras la mención de un sueño de alto contenido sexual. Y como me encanta exhibir mis opiniones, expresé que para mí no todos los sueños significan o reflejan algo concreto.

  El bromista se ofendió porque le dije, sutilmente en lo que a mí respecta, que sus sueños mojados con Penélope Cruz no eran más que fantasías de un órgano viril necesitado y, además, algo que jamás pasaría. Él terminó por gritarme que sería una terrible psicóloga y yo terminé por contestarle, también entre gritos, que podía exteriorizar mis opiniones tanto como quisiese. Tras eso, llegué a casa para encontrar la alacena totalmente vacía. No había más que leche rancia en la nevera y un paquete de avena. Supongo que esas son las consecuencias de convivir con Bill Shepard. Todavía me pregunto cómo no morí de hambre en los últimos dieciocho años de mi vida. Y ahora, para mi desgracia, el Jeep se me averió en pleno estacionamiento del supermercado y he dejado a Zoe completamente sola en casa.

  Ser niñera es un trabajo fácil, aún más cuando debes cuidar a la inofensiva Zoe Murphy. Lo único que debes hacer es poner algún programa para niños de esos que los vuelve mini humanos fanáticos de un perro, mono o dinosaurio, cualquiera sea el animal que extraordinariamente habla y les enseña los colores. Sin embargo, el viaje de cinco minutos a la tienda se transformó en casi una hora y, a pesar de conocer hace años a la madre de Zoe, espero que no se entere de mi pequeño percance.

  Me siento la peor niñera del mundo, seguramente lo soy.

  Dejo de reprocharme y estaciono en la entrada de casa antes de estirarme hacia el asiento trasero para sacar las bolsas del supermercado. Habría llevado a Zoe conmigo, pero ella todavía está resfriada y el clima no es particularmente agradable en esta época del año. Camino a toda prisa hacia la puerta, maniobrando para meter la llave del coche en el bolsillo de mis jeans y no dejar caer las bolsas en el proceso. Empujo la puerta y el alivio me inunda al instante en que veo a la pequeña de pie en medio de la sala.

  —Lo lamento muchísimo, Zoe —me disculpo mientras cierro la puerta con el pie y dejo caer las bolsas sobre el sofá—. El auto se me quedó, pero traje todo lo necesario para hacer tu pastel de cumple... —Me detengo al percatarme de que parece no prestarme ni la más mínima atención.

  Me quito la chaqueta y la arrojo también sobre sofá mientras camino hacia ella, extrañada por su inusual mutismo. Mantiene la vista fija en algo de la cocina y mi curiosidad se dispara. Espero que no esté poseída o algo por el estilo. Lo que menos necesito en este momento es llamar a un sacerdote para que practique un exorcismo y arroje agua bendita por toda la casa. Entonces, mis ojos se encuentran con lo que Zoe contempla e instantáneamente un grito trepa por las paredes de mi garganta.

  Hay un chico inconsciente tirado en el piso de la cocina.

  Me giro a toda velocidad y tomo a la niña por los hombros. Comienzo a inspeccionarle el rostro, rotándolo entre mis manos como si fuera una bola de bolos. Siento mi corazón acelerado mientras busco

  cualquier indicio de que esté herida. Tal vez no sea la niñera del año, pero me preocupo por ella. La cuido desde hace alrededor de dos años y me estremece pensar que algo malo pudiese pasarle. También me cala los huesos recordar que su madre es abogada.

  Va a demandarme, y seguramente mi padre preferirá gastar el dinero de la fianza en un pase V.I.P. para ver a los Kansas City Chiefs.

  —¿Cómo diablos llegó ese chico hasta ahí? ¿Le abriste la puerta? —inquiero, olvidándome de que no debería maldecir frente a una niña de seis años—. ¿Estás bien? ¿Te lastimó? —interrogo preocupada, inspeccionando sus brazos.

  —Estábamos hablando de los osos pandas de Londres —explica, observándome con sus redondos ojos azules. Le regreso una mirada cargada de desconcierto—. Y como no tienes nada en la nevera, le di agua, porque mi mamá dice que es de buena educación ofrecer comida y bebida a los invita...

  —¿Qué le diste? —La interrumpo con un mal presentimiento originándose en mis adentros.

  —Agua —repite orgullosa.

  Claramente no sabe que su madre tendría un ataque si se enterase que le ofreció asilo y bebida a un completo desconocido.

  Me giro sobre mis talones y pongo a Zoe instintivamente tras de mí. El chico permanece totalmente inmóvil en el piso. Parece tener mi edad o un poco más. Su cabello rubio contrasta contra las baldosas negras de la cocina, al igual que la pálida piel de sus trabajados brazos. Es alto, o eso puedo descifrar por la longitud de sus extremidades y la cantidad de espacio que ocupa tendido en el suelo.

  Pensar que una cosa tan grande como él estuvo a solas con Zoe me revuelve el estómago. Si no hubiera salido por comestibles a la tienda, tal vez este gran problema no obstruiría mi paso a la cocina.

  —¡Mira! Trajo regalos —chilla la niña antes de salir corriendo.

  Ella se arrodilla frente a una maleta y una mochila que hay cerca del cuerpo y automáticamente la tomo del brazo y la obligo a ponerse

  de pie con suavidad.

  —No creo que sean regalos —murmuro con desconfianza.

  Observo al extraño y luego otra vez a la maleta. Tal vez se confundió de casa, eso debe ser. Tengo un montón de vecinos de la mediana edad, y tal vez sea el nieto o hijo de alguno de ellos. Entonces, siento mi ceño fruncirse al olfatear el intenso aroma que hay entre las masas de aire: es fuerte y definitivamente no es agradable. Lo reconozco al instante.

  Mis ojos viajan a la mesa de la cocina y alcanzo el vaso que la mini humana le dio al extraño.

  —¿De dónde sacaste el agua, Zoe? —inquiero con la mera sospecha de que no es de la canilla. Eso sería un problema.

  Un terrible problema.

  —De la jarra de la nevera —responde con inocencia, escudriñando al chico inconsciente a sus pies.

  No.

  No.

  No.

  ¿Por qué no escondí el vodka en otro lugar, Jesús?

  Tomo mi celular y marco con prisa el número de Jamie. Me paso la mano por el pelo una y otra vez, a la espera de que conteste mi llamado.

  Lo hace al tercer timbrazo.

  —Tengo un problema —digo a toda velocidad, sin darle la oportunidad de formular un saludo.

  Veo que Zoe hurga en la mochila del extraño y automáticamente corro en su dirección. Le arrebato la billetera que tiene en la mano y alejo cualquier pertenencia del chico de ella. Lo único que falta es que nos acuse de ladronas cuando despierte.

  La señora Murphy también podría demandarme por eso.

  —¿Qué clase de problema? —interroga mi amiga a través de la línea telefónica.

  Abro la billetera y saco la licencia del chico tendido a mis pies. ¿Cómo le explico que la niña de seis años a la que tengo a cargo emborrachó a un extraño dándole lo que ella, en su inocencia, creyó que era agua y en realidad era vodka que yo escondía de mi padre?

  —Un tal Malcom Beasley —respondo sin dejar de observar la foto de su carné de conducir.

  Cinco minutos, eso es lo que tarda ella en llegar.

  —¿Está muerto? —Se aventura a preguntar la pelirroja—. Porque no tengo ni la menor idea de cómo esconder un cadáver.

  Estamos bajo el umbral de la cocina, codo a codo, observando al extraño que permanece inconsciente en el suelo.

  —Yo creo que está vivo —repone Zoe. Hunde uno de sus dedos en la mejilla del chico y lo observa como si fuese la mascota de un extraño.

  Me acerco y la tomo de la mano para alejarla de él. Me alegra que Jamie viva a tan solo un par de cuadras de mi casa, pero no parece ser de mucha ayuda cuando dice que tengo un difunto al lado de la heladera.

  —Yo no lo tocaría, cariño. —Le sonrío de modo tranquilizador a la niña, pero soy consciente de que no hay nada de tranquilizador en esta habitación.

  —Qué bueno —replica la universitaria a mis espaldas—. Porque yo sí lo haría —añade enroscando un mechón de su cabello alrededor de su dedo y examinando al chico con gusto.

  No voy a negar que es lindo. Hasta en la foto de su licencia para conducir salió extraordinariamente bien —cosa que solo a las personas genéticamente favorecidas les pasa—, pero eso no quita el hecho de que es un extraño que se metió en mi casa aprovechándose de la amabilidad de una niña de seis años.

  —¡Está alcoholizado, Jamie! —la regaño por estar contemplándolo como si fuese un plato de carne al horno.

  —¿Qué es alcoholizado? —interroga Zoe mirándome con el ceño fruncido.

  —Cuando tienes hambre —miento al instante.

  No puedo explicarle lo que es el alcohol y las diversas consecuencias tanto físicas como mentales que acarrea el mismo en este momento. O por lo menos, no como lo haría una niñera responsable.

  Ella lo mira como si fuese un experimento mientras yo me pregunto qué voy a hacer con el cuerpo de este joven. Entonces, recuerdo que la señora Hyland había mencionado a uno de sus nietos algunas semanas atrás. Creo que había hablado acerca de una visita a final de mes.

  —Ayúdame a cargarlo —pido a Jamie, quién instantáneamente

  arquea ambas cejas con sorpresa—. Seguramente es uno de los nietos de la señora Hyland. Debemos llevárselo antes de que aparezca mi padre, o aún peor, la madre de Zoe —explico con prisa.

  —Al único lugar donde quiero llevarlo es a la cama, conmigo.

  Le disparo una mortífera mirada de advertencia. En cuanto siga haciendo insinuaciones sobre el hombre inconsciente que hay en medio de mi cocina, la ahorco.

  Me acerco al cuerpo y tomo su brazo, y en cuanto veo que Jamie hace lo mismo, tiro de él y me rodeo el cuello con su extremidad. Automáticamente una palabrota sale disparada de mis labios.

  —¿Cuánto pesa este tipo? —interroga la pelirroja entre dientes, esforzándose por mantenerlo en posición vertical.— ¿Y por qué escondías el vodka en una jarra de agua, genio?

  —En esta casa solo se toma refresco, nadie ha tocado esa jarra en años —replico sintiendo el peso del cuerpo. Claramente no es fácil de levantar.

  Mi padre es un tanto estricto respecto al alcohol. No le agrada la idea de que tome, y eso deriva de los problemas que tuvo mi madre con la bebida y el hecho de que lo atormenta la posibilidad de que vaya a seguir sus pasos. Pero yo no soy como ella en absoluto, eso está claro.

  Con cada gramo de fuerza que tengo en el cuerpo, y junto a la quejumbrosa Jamie, cargamos al desconocido hasta el living. Y por cargar me refiero a arrastrar.

  —Zoe, abre la puerta —pido.

  —¿A dónde lo llevaran? —interroga con ojos amplios y curiosos.

  —Al infierno, así que abre la puerta, niña —espeta la muchacha de ojos cafés con brusquedad.

  —¡Jamie!, tiene seis años —le recuerdo cuando Zoe abre la puerta de par en par y arrastramos a un inconsciente Malcom Beasley por el cuidado jardín delantero. Adiós, petunias.

  Espero que los vecinos no estén mirando, porque podrían malinterpretar la imagen de dos chicas arrastrando el cuerpo de un joven por la vereda.

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