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  Lo importante de esto es que siendo bebé fui abandonada en un orfanato de Seattle; y que dieciocho años después me dejaron a mi suerte. Pero claro, tuvieron la benevolencia caritativa de otorgarme un apartamento con un año de renta pago. Luego de eso debería sobrevivir por mi cuenta; sin estudios universitarios, sin nada ni nadie.

  Abandonada a mi suerte, y con cierto desapego del Estado, conseguí el puesto de mesera de un bar una tarde de verano, prácticamente le pedí de rodillas al dueño que me diera empleo. Fue humillante ese acto de sumisión para oír un asqueroso “Sí” de su reseca y momificada boca. Tengo motivos para despreciarlo, tal vez algún día tenga el valor para contarlo.

  El viejo Garicia no me agradaba, era un hombre bajito, lampiño y cascarrabias. Se aprovechaba de mi necesidad azotándome con las horas extras más baratas que han existido en la historia de los abusos laborales. Víctima de mi propia inexperiencia, le agradecía al bastardo que me contratara, aunque sabía que eso no le daba el derecho a insultarme cada vez que hacía algo mal en el trabajo.

  El declive de mi estabilidad emocional me tomó por sorpresa, y con el fracaso marcándome el camino hacia morirme de hambre, comenzaba a estar segura de que nada mejoraría. Más allá de las contrariedades, desde pequeña le había puesto esperanzas a mi vida… para que ellas se trocaran en mis sueños rotos. Adorné mi juventud con el mejor optimismo para terminar así. Con el señor Garicia se encargaba de pisotearme el ánimo que estaba en el suelo, con sus asquerosos zapatos oscuros, que a veces dejaban huellas de mierda pisada en algún lugar y que jamás se encargaba de limpiar. Me resistia a la idea de que alguien con tanto dinero podía ser tan asqueroso, pero entendí que la limpieza entonces no dependía del oro que tenías en tus alhajas.

  Siempre me gustó es estilo clásico de las cosas, así que aquel día estaba todo planificado: la infaltable carta de suicidio

cargada de verdades sobre la vida y denunciando las atrocidades cometidas por los despreciables seres humanos

y el montaje para el ritual de mi muerte eran unas tuberías resistentes con el cinturón en mi mano aguardando para abrazarme el cuello. Sentía cierta melancolía por lo que estaba pensando, pero la decisión estaba tomada. Y sí, me propuse atentar contra mi vida aquella noche. Una noche como todas, en la cual el lugar estaba lleno de gente adulta bebiendo cerveza y pasando un buen rato acompañados de buena música.

  —...cuatro cervezas y súmale unas patatas fritas extra grandes. —me dijo un señor de cabello rubio despampanante mientras masticaba chicle de una forma ruidosa.

  —Anotado —le indiqué, mientras ponía un punto final en su pedido sobre la libreta que tenía en mi mano. El mismo punto final que quería ponerle a mi vida.

  Cuando estaba a punto de marcharme a la barra, el señor tuvo el descaro de tomarme de la muñeca, obligándome a que me volviera hacia él.

  En ese momento quedé inmóvil, hasta que su pregunta me conmovió de una forma que mis piernas flagearon un poco.

  —¿Se encuentra usted bien? Está pálida—me preguntó, mirándome con una lástima muy poco disimulada.

  ¿Cómo podía responder eso a un desconocido? Me zafe de su agarre con cierta sonrisa tensa e incómoda.

  —Sí, no se preocupe. Sólo son estás horas que el bar se agita bastante—me reí con brevedad para ponerle un poco de comedia a mi vida.

  —¿Cuándo fue la última vez que comiste algo? —insistió.

  —Hoy a las siete de la mañana.

  —¡Por todos los cielos! ¿Estuviste todo el día sin comer? ¿Es que aquí no te pagan lo suficiente? —se escandalizó su amigo, que estaba sentado junto a él.

  Los otros dos hombres que los acompañaban escuchaban atentamente la conversación más incómoda de mi vida.

  —Si digo mi sueldo pueden que me echen, señor. —me disculpé, con mi rostro ardiendo en pudor.

  Una mano enorme se posó sobre mi hombro y me sobresalté al sentir la presencia del viejo Garicia, quien se había unido descaradamente a la charla. Me aparté para que me soltara.

  —¿Sucede algo con la mesera, señores? ¿Les ha molestado su servicio? —les preguntó él, con un cierto tono de voz que me hizo sentir humillada.

  ¿Era mi culpa? El corazón me iba a rasgar el pecho para saltar hacia la nada misma.

  —¿Usted le permite comer a sus empleados en sus horas libres? —le preguntó el hombre, quien se había levantado de su asiento para hacerle frente a la situación. El hombre de cabello oscuro, vestía un tapado gris que le llegaba a las rodillas y parecía rodar los cuarenta años. En comparación al hombre alto, Garicia, una hedionda ciruela pasa apestando a vino. Mi despreciable jefe tragaba saliva sin saber cómo reaccionar e intentaba conectarme breves

aunque inútiles

miradas fulminantes. Apoyé mi mano sobre la frente, suplicando que todo aquello no significara “estás despedida”. Aunque...en un par de horas me suicidaría así que estaba muerta en vida de cierta forma.

  —Mis empleados tienen dos horas libres para comer lo que se les antoje. Este ámbito de trabajo es sano, así que no se preocupe por el bienestar de ellos, que están en las mejores condiciones. —soltó Garicia, fingiendo tranquilidad con la mejor de sus sonrisas falsas.

  —Mentiroso.

  Los cuatro hombres y Garicia se volvieron hacía mí cuando mi mente me traicionó, soltando esa palabra de una manera inconsciente. Tragué saliva con fuerza y no sabía dónde meterme… Aunque, aquella noche iba a suicidarme y no tenía nada más que perder.

  —¡Esas horas no existen, estamos siendo explotados laboralmente por él! —me animé a gritar frente a todos y de repente, ese antro que siempre tuvo el insoportable ruido de las personas hablando, enmudeció — ¡No podemos comer, no nos da una hora libre para descansar y si protestamos corremos el riesgo de quedarnos sin el puesto!¡Tampoco nos permite ir al baño en horario laboral! ¿Saben la última vez que he cagado? ¡Sólo lo hago por las noches, cuando llego a casa porque no nos permite hacer nada!

  La furiosa mirada de Garicia me asesinaba de todas las formas imaginables. Retrocedí unos cuantos pasos viendo como la mayoría de los clientes se marchaban del sitio. Y a la vez que mis compañeros bañaban en puteadas al viejo opresor, liberé mi nuca del delantal de la miseria para pisotear el desagradable logo del bar sin dejar de inyectarle mi mirada al jefe que, si supiese mis suicidas planes con gusto me haría la eutanasia no una, sino miles de veces. Una rara sensación de valentía e impotencia se había apoderado de mi cuerpo. Estaba orgullosa de mí.

  —Gracias por nada. —escupí, yendo a la caja registradora y sacando un par de billetes, llevándome la paga del mes sin intención de hacer un conteo ante sus ojos.

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