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El agorero de Clemencia

Esa mañana después de una mala noche se despertó con la sensación terrenal de morirse ese día soleado de enero, lo sabía porque por primera vez en su ya larga existencia entre nosotros sentía el impulso animal de comerse las guayabas que maduraban en los patios de sus vecinos; había vivido más de ochenta años sin alimentarse ingiriendo solamente botellas de ron blanco, no solo para emborracharse sino para eliminar la pequeña flora que brotaba de sus tripas en desuso; se levantó de la cama con un tanto impulso que hizo traquear todos los rincones de su delgado , frágil y desgastado cuerpo; bajo su piel se podían ver las coyunturas sus huesos torcidas articulaciones en medio de una sarta de tendones.

Ya de pie, vio y respiró profundamente el olor a guayaba madura que se filtraba en la habitación mezclado con los llameantes rayos del sol que penetraban por los huecos del oxidado techo de zinc; se acercó despacio a la ventana para ver y oler de cerca el tenue perfume de las frutas que le habían despertado con una vana y primitiva sensación de alimentarse; su naturaleza le permitía no solo oler sino ver las tonalidades que de la fruta en maduración.

Vivía solo en un vetusto templo construido con sus propias manos y la ayuda de algunos lugareños que acudieron cuando había que mover materiales pesados y cumplir tareas que exigían la fuerza de muchos. Aún se podían ver en las paredes las huellas petrificadas de sus dedos cuando el cemento le ganó la carrera y no le dio tiempo de alisar la superficie.

Luego de respirar profundo, llegó a tientas hasta la puerta del dormitorio, llorando con un llantico de perrito abandonado; las lágrimas empaparon su rostro, desfigurando la ternura de su cara dándole un aspecto de desamparo. Parecía que así había sido siempre y su espíritu había tomado muchos cuerpos en su ya larga existencia; hablaba todas las lenguas muertas y vivas porque había vivido entre los hablantes de todas las culturas y de todos los tiempos; tenía la extraña propiedad de generar sus pensamientos en un impulso primario que después vocalizaba en el idioma que más se acomodaba a la naturaleza de la idea que quería expresar. Por eso, cuando hablaba a sus seguidores, mezclaba muchas veces su precario castellano con el Arameo o el Ciriaco. Sus escuchas, angustiados, le pedían que ordenara sus ideas y les repitiera sus sentencias, pero solo en su idioma.

Cuando se aseguraba que sus ideas habían sido bien entendidas, las repetía en la lengua original. Usaba el griego antiguo que hablaban los augures de Delfos cuando hablaba que el destino de los hombres viene definido con nosotros desde mucho antes de nacer; y cuando hablaba que debíamos poner la otra mejilla, usaba el Arameo la lengua de Jesús. Muchos de sus seguidores, que en su mayoría estaban atrapados en la ignorancia y desconocían la grandeza de su ser, se alejaban de su presencia creyendo que estaban escuchando un loco que los había confundido con su retahíla incoherente y su jeringonza desconocida que les provocaba mayor confusión de la que ya tenían, porque no podían entender la magnificencia de sus predicciones y lo certero de sus juicios. Solo unos pocos podían interpretar sus palabras y buscar alivio a sus miedos y temores con sus sabios consejos que les permitían entender su pasado y prepararse para lo que les trajera el futuro.

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