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Me secuestraron tres ladrones de bancos pervertidos y lo disfruté.
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Un día, me veía muy ocupada en la ventanilla del Banco Nacional de la Primera Ciudad cuando, en realidad, estaba revisando Facebook con el ceño fruncido como si fuera una hoja de cálculo muy importante. De vez en cuando pulsaba teclas aleatorias en mi calculadora.

Fue entonces que irrumpieron tres ladrones al banco. Llevaban máscaras de zombis y gritaban un sinfín de órdenes en voz baja, como si estuvieran muy enojados. Uno de ellos rompió el cristal de una taquilla con su arma, provocando un fuerte estrépito.

Me quedé boquiabierta y con mi corazón latiendo con fuerza. El instinto me dijo que permaneciera quieta, sin embargo… también tenía muchas ganas de exponer el hecho en Instagram.

Pero, entonces, uno de ellos dijo: "¡Pon las manos donde podamos verlas!", gruñó en un tono tan demandante que de inmediato solté mi celular y levanté las manos.

Aparte de las máscaras, vestían trajes de negocios y guantes de cuero. Se movían con la precisión de un militar. Si bien solo eran tres, parecía que eran más por la forma en la que ocuparon el lugar.

Los clientes y mis compañeros de trabajo se acobardaron, y muchas personas empezaron a llorar. Eran mi gente, mis vecinos, y tenía la necesidad de ponerme delante de ellos y protegerlos. ¡No quería que nadie resultara herido!

No obstante, al mismo tiempo, aprobaba en secreto la forma en la que esos ladrones destrozaban el banco.

Cualquier enemigo del Banco Nacional de la Primera Ciudad era mi amigo, y no cualquiera, sino el más íntimo de mis amigos.

Frank Rivera y su malvado banco habían destruido a mi familia. Nos hicieron sufrir implacable, cruel y metódicamente, así que, lejos de sentirme mal por el robo, me alegraba de sobremanera.

El ladrón rompió otro objeto de vidrio y luego me miró como si quisiera asustarme, y todo lo que pude pensar fue: «Si tan solo supieras que estás cumpliendo con una de mis fantasías más profundas».

Tenía ojos verdes y el ceño fruncido. Todo su lenguaje corporal estaba destinado a amenazar, pero a mí me resultaba muy atractivo y empezaba a pensar que él lo sabía.

Nos ordenaron a los siete cajeros que mantuviéramos las manos en alto. Supongo que fue para evitar que presionáramos alguna alarma o botón de pánico.

Lo que no sabían era que todos y cada uno de nosotros, los cajeros del Banco Nacional de la Primera Ciudad de Baylortown, Wisconsin, odiábamos al propietario del banco, Frank Rivera, desde lo más profundo de nuestros corazones.

A cualquiera de nosotros nos hubiera encantado ver su banco incendiarse y que, con suerte, toda la codiciosa y depredadora familia Rivero se fuera al infierno.

Yo era la reina de la brigada «Acabemos con Frank Rivera», ya que tenía más heridas acumuladas que las de todos mis colegas juntos.

El ladrón de ojos verdes ordenó a los otros cajeros que tiraran sus celulares y que se echaran al suelo, justo donde se encontraban los clientes. No obstante, a mí me señaló e indicó: "¡Oye, tú! ¡Pon todo el dinero en el saco si no quieres que te dé con la pistola!".

«¿Que me va a dar con la pistola? ¿Son ideas mías o eso sonó muy sugerente?».

Asentí y tomé el saco, contemplando cómo podría meter la mayor parte del dinero de Frank en él.

"Como te atrevas a tocar algo más, estarás muerta", advirtió.

"No te preocupes, solo tocaré lo que tú quieras".

Se quedó quieto y su mirada se intensificó, lo cual hizo que me estremeciera de emoción.

¿Acaso lo que dije sonó sugerente? Sí, sonaba sexy y estaba segura de que ambos pensábamos igual.

Era real: un ladrón con máscara de zombi y yo estábamos coqueteando.

La adrenalina corría por mis venas, una de mis sensaciones favoritas. Me recordaba a lo que sentía al estar en la cima de un salto de esquí, pues me resultaba alucinante la parte en donde despego y estoy fuera de control.

Él señaló el saco con su arma y comencé a agarrar dinero.

Luego, se escucharon más gritos: "¡Todos abajo! ¡Mantengan los dedos entrelazados o les vuelo la cabeza!". Como para enfatizar la amenaza, uno de los ladrones pateó la máquina contadora de monedas que se hallaba sobre una mesa de cristal, provocando un fuerte estrépito. Alguien emitió un quejido y yo fruncí el ceño, pensando en que la pobre gente no merecía pasar por tanto miedo

"Si te atreves a ponernos dispositivos de rastreo o bombas de tinta, te juro que te mataremos", gruñó mi chico. "Volveremos para acabar contigo". Acto seguido, agarró las flores del pequeño jarrón que estaba en mi taquilla, las rompió y las arrojó al suelo.

Pasé al siguiente cajón. "Ya te dije que no te preocuparas. Es más, disfruto hacerlo. Solo dile a «Scary Spice» que no dispare a nadie".

Sus ojos verdes parecieron arder. ¿Habrá sido un chiste de muy mal gusto mi referencia de los 80?

"Yo soy quien pone las reglas aquí, no tú", bramó.

Mi abdomen se tensó, me resultó un tanto exc*tante lo que dijo. ¿Estaba consciente de lo provocador que era? ¿Actuaba así a propósito?

"Diez… cuatro", dije, terminando el trabajo y vaciando hasta el último cajón.

Mi respiración se aceleró cuando le devolví la bolsa, ya que su guante de cuero rozó con mi piel y su mirada se fijó en la mía. Tuve la sensación de que estaba viendo a través de mí y que me reconocía, aunque no de una forma literal, pues estaba segura de que recordaría sus hermosos ojos verdes. Solo era como si supiera lo emocionada que estaba.

En verdad me gustó mucho el contacto que tuvimos, ¡y lo mejor de todo era que el robo me beneficiaba!

Hace años, mi mamá me mostró un artículo que hablaba de que las personas como yo, que suelen buscar eventos emocionantes, les falta una sustancia química en el cerebro y que por eso lo compensamos tomando riesgos. Lo hizo con la esperanza de que dejara de meterme en peligro, sin embargo, lo único que provocó fue que me sintiera aliviada de tener esa condición. No puedo imaginarme una vida sin poder saltar desde el acantilado sobre el río Shulankehu, o correr por el tobogán de esquí abandonado, o entusiasmarme con un criminal de ojos verdes que porta guantes sexys y que da órdenes sugerentes.

"Solo falta la caja fuerte", sus ojos brillaban detrás de su máscara. "¿Quién puede hacernos entrar?".

"Ah, esto va a ser una grata sorpresa para ustedes… Está abierta", confesé. Frank se había ido temprano y ninguno de nosotros nos tomamos la molestia de ser precavidos con las cosas del banco.

"¡Thuner!", gritó y apuntó con su arma a uno de los otros dos ladrones.

Un tipo con una máscara de zombi azul saltó sobre el mostrador con sorprendente gracia atlética y dijo: "Tres minutos y veinte".

"¿Thuner? ¿Como el dios del trueno?", pregunté.

Ese par de ojos verdes se clavaron ferozmente en los míos, haciéndome tragar saliva.

"Llévanos de regreso".

Me di vuelta y les hice caso; los guie directamente al pasillo y abrí la caja fuerte. Mi gran ladrón de ojos verdes arrancó la cámara de la pared y la arrojó al suelo como si nada. Luego, sacó fajos de dinero de los estantes con movimientos rápidos y eficientes mientras Thuner sostenía la bolsa. Era evidente que no era la primera vez que esos hombres cometían un crimen como aquel. Se veían tan malotes que mis fantasías de tener s*xo con un desconocido no volverían a ser las mismas.

"Tres… cinco", Thuner presionó un dedo contra sus auriculares.

"¿Qué?", preguntó el guapetón de ojos verdes.

"Nada. Tráfico", dijo pocas palabras, probablemente escuchando el escáner de la policía.

De repente, caí en cuenta de que estaba a punto de perder la oportunidad de destruir a Frank Rivera.

Llamé la atención de Thuner, levanté una mano y me llevé un dedo a los labios para indicarles que se detuvieran y que guardaran silencio. Luego, señalé el dispositivo de escucha del estante. Frank lo instaló para grabar las quejas de los empleados y todos estábamos al tanto.

"Júpiter", Thuner también lo señaló.

«Así que la hermosura de ojos verdes se hace llamar por Júpiter».

"Por favor, no me dispares", hice mi mejor esfuerzo por fingir una voz falsa y asustada. "¡Se los ruego!". Señalé hacia una sección donde había billetes de cincuenta y arranqué el sello para mostrarles los rastreadores. Tenían pequeñas marcas rojas y se suponía que debíamos dejarlas allí en caso de que nos sorprendieran con algún robo. Me sentí como una chica que promocionaba productos nuevos para ladrones robustos con máscaras de zombis que se ponían nombres de dioses.

Thuner y Júpiter intercambiaron miradas. Esperaba que arrojaran los rastreadores al suelo, pero mi Júpiter de ojos verdes se los guardó en el bolsillo. Era demasiado inteligente y se estaba volviendo cada vez más sexy. También me gustaron los apodos de los chicos, ya que demostraban la seguridad que sentían.

Sin embargo, eso no era todo: tenía algo más que mostrarles.

Los Rivera habían comenzado a invertir en piedras preciosas como protección contra la economía. Frank y su hermana habían adquirido recientemente una colección de diamantes sueltos en una subasta y se suponía que debían llevarlos a una de las sucursales con cajas de seguridad, pero, si había algo con lo que se podía contar, era la pereza de Frank. Mi mirada se posó en la caja fuerte que estaba tirada en el suelo, preguntándome si las piedras seguirían allí adentro.

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