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  25 de diciembre de 2026

  El guardia, de aspecto exhausto y desaliñado, abandonó la estancia donde se encontraban las cámaras de seguridad, olvidando cerrar la puerta a su paso. Cruzó rápidamente el fantasmagórico pasillo, alumbrado por una bombilla fluorescente, mientras intentaba que su walkie—talkie se conectara con el resto de los policías presentes en Sing Sing. La prisión se había edificado en Ossining, Nueva York, y albergaba a numerosas personalidades que cometieron auténticas atrocidades, como un hombre al que le agradaba alimentarse de sus víctimas. El guardia, de apellido Reed, no atravesaba las diversas estancias corriendo porque deseara alcanzar a tiempo el cuarto de baño, sino por la imagen que una cámara había mostrado hace tan solo medio minuto… una que debía ser falsa. Reed consiguió contactar con sus compañeros, indicándoles la celda a la que se dirigía y el motivo por el que creía necesitar ayuda. La prisión había sufrido un motín hace varias décadas; uno en el que los propios guardias quedaron atrapados con los presos durante 53 horas seguidas. Reed tomó una bocanada de aire y ascendió las escaleras de cemento de dos en dos, ignorando todos los intentos de los internos por agarrarle del uniforme y los insultos que vociferaban. Con el pulso tembloroso, pidió que abrieran la puerta metálica que dirigía a los pasillos cuyas celdas existentes eran de máxima seguridad, y se detuvo frente a la número 19.

  —Santo Dios —musitó, apresurándose a quitar los cierres y adentrarse en su interior.

  El recluso 4578 no se encontraba tumbado en su catre, con un libro entre las manos.

  Un charco de sangre se extendía más allá de su cuerpo, el cual yacía a unos pies de los inmaculados zapatos de Reed. Intentando no contaminar las pruebas, el guardia rodeó las piernas extendidas del prisionero y se puso de cuclillas, examinándole. Se había rebanado la garganta con un cuchillo casero —realizado con cinta adhesiva y un azulejo que parecía proceder de los baños— y, a juzgar por la frialdad de su cuerpo, llevaba más de una hora en ese estado. Las pulsaciones de Reed se aceleraron. No lograba comprender cómo había accedido a semejante herramienta, después de las constantes revisiones que realizaban en su celda, así como tampoco entendía cómo el guardia del turno anterior no se había dado cuenta de ese acto. Reed había llegado a la prisión hace tan solo veinte minutos.

  —Hemos recibido tu aviso —la voz de otro guardia le sobresaltó, provocando que sus rodillas se tambalearan; obligándole a sostenerse en la pata metálica de la cama—. Joder, ¿qué coño ha pasado? ¡Donson! ¡Ford! Llamad al médico ahora mismo, ¡vamos, moveos!

  —No será necesario porque está muerto —musitó Reed.

  En los quince años que Reed llevaba desempeñando trabajos en centros penitenciarios, nunca había presenciado un caso de suicidio. Lo más grave era que se veía incapaz de desviar la mirada del cuerpo. Adams

el guardia que daba las órdenes

se apartó de allí solo para exigirle al resto de los presos que guardaran silencio, y regresó a la celda 19 tan pronto como las exclamaciones se transformaron en susurros. Reed consiguió levantarse, se acomodó la corbata azulada hasta en siete ocasiones y miró a Adams con pánico.

  —Nunca llegué a imaginar que presenciaría un caso como este —confesó.

  —Estás en Sing Sing, amigo mío. Y este preso se enfrentaba a la pena de muerte.

  —¿Qué sentido tiene cometer un suicidio si vas a palmarla igualmente?

  —La silla eléctrica es una muerte muy dolorosa, Reed. Las descargas te queman… se meten dentro de tu piel y te hacen creer que estás metido en lava. Muchos presos se han cagado y meado encima del propio miedo. Este quería marcharse de una manera sencilla. Y el muy cabrón lo ha conseguido. —Adams transformó sus labios en una mueca de asco.

  —¿Quién llamará a su familia? —preguntó Reed—. Ha escogido un día peculiar para quitarse la vida —agregó en susurros, saliendo del cubículo para que Adams entrase.

  Agradeció la corriente de aire que circulaba por el pasillo, porque impidió que el mareo le arrastrara al suelo. Antes de empezar su turno, Reed había celebrado el día de Navidad con su familia, en un restaurante del centro de Nueva York. Sus tres hijos se habían comportado sorprendentemente bien, aunque Reed sospechaba que, en realidad, lo único que querían eran buenos regalos. Hurgó en el bolsillo de su camisa y extrajo un pañuelo limpio, que usó para secarse el sudor de la frente. No quiso imaginar la reacción de los familiares de ese preso cuando el encargado se ocupara de llamarles, dentro de unos minutos.

  —Recluso 4578 —pronunció Adams con evidente desagrado y fastidio.

  —¿Qué pasa? ¿Conocías a este hombre?

  —Todo el mundo lo hacía hace unos años. Apareció en las portadas de los periódicos, en los noticieros… Causó mucho revuelo en Estados Unidos. —Adams echó un vistazo a su reloj de pulsera, preguntándose cuándo diantres regresarían los demás—. Cometió una gilipollez inmensa que derivó en actos más graves. Le trasladaron aquí hace unos meses.

  —¿Cómo se llama? Su rostro no me suena de nada.

  —¿Has estado viviendo en una cueva? —se burló, y perdió el hilo de la conversación en cuanto el médico apareció, escoltado por una decena de guardias. Adams se situó junto a Reed, con un estado imperturbable ante los recientes acontecimientos, y ladeó el rostro en su dirección antes de añadir—: Nadie echará de menos a este desgraciado. Cometió un asesinato en primer grado, secuestró a una muchacha embarazada, blanqueó dinero y extorsionó a cientos de personas mediante amenazas, entre otras cosas. Pienso que su muerte será la noticia más alegre que su familia recibirá por este día —se burló, sonriente.

  —Temo que no comparto tu retorcido sentido del humor.

  —Eso se debe a que nunca estuviste cara a cara con Bartholomew Ivanov. —Le dio una palmada en el hombro, y se distanció—. ¡Y ahora nadie más lo estará! Me encanta este… maldito… y maravilloso trabajo. Revisa las cámaras de seguridad hasta que encuentres el minuto exacto donde el bastardo se cortó la yugular. Y llama a Milton para que te desvele dónde mierda estuvo durante su guardia. Te espero en mi despacho dentro de una hora.

  Y con un paso sosegado, Adams dejó a Reed a su suerte.

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