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  —Ah... Gabriela... —susurra. Y yo ya sé lo que se viene. Tengo claro que para él soy la reina de las mamadas, pero ojalá que esta vez ni se le ocurra mencionarlo—. Eres la mejor chupándola, en serio…

  Lo dijo. Nadie le preguntó nada, pero lo dijo. ¿Ahora sigo o se la muerdo?

  —Mmm...

  Sigo. No sé por qué, ni para qué, pero sigo. Es decir, lo hago porque me gusta... ¿O lo hago porque le gusta? ¿Es necesario que me haga estas preguntas mientras se la chupo? ¿No es mejor repasar la lista del súper, como siempre?

  —Sí... Así, mami... Así...

  «Mami». Mami en casa para mis hijos, mami en el trabajo para César. Esa soy yo. Dos distintas versiones, claro. Pero en ambas termino haciendo siempre lo que desean los demás, como ahora.

  A ver, apuremos el trámite. Si me ayudo con una mano... Arriba, abajo. Muy bien. A ver con las dos… No, no da. Bien, será con una, entonces. Es evidente que hoy no estoy en vena.

  Pero lo estaba. Entré a esta oficina con la peor de las intenciones: que un macho joven y potente como este me partiera en dos. Pero en lugar de un buen polvo que me pintara una sonrisa de oreja a oreja toda la tarde, lo que obtuve con mis besos y mis artes, es terminar una vez más de rodillas bajo el escritorio.

  Ay no, no lo hagas. Pero lo hace. Debe creer que Dios nos dio dos asas en lugar de orejas, porque me las tiene aferradas y comanda los movimientos de mi cabeza a su antojo.

  Voy a hacer una arcada, lo sé. Ya la veo venir. Pero no; me salva el teléfono.

  Suena mi móvil y es uno de los tres tonos que nunca dejo de atender: el de mi hija. Es escucharlo, y en dos segundos desalojo mi boca y contesto.

  —Sí.

  —Hola mamá de Paulina. Soy Belén.

  —Hola, Belu. ¿Qué dice la loca de mi hija? ¿Todo bien por allí?

  —Todo bien. Dice que si la dejas ir a casa luego del cole para hacer la tarea.

  —Sí, claro... Ahora me quieren hacer creer que es para hacer la tarea. Van a ver juntas a Violetta en la tele, ¿o no?

  Escucho cómo cubre el teléfono y luego me llega su voz apagada. Parece estar repitiendo lo que le digo, y también me parece estar viendo a mi hija gesticulando con asombrosa velocidad, indicándole a su amiga qué es lo que debe responder, o algo peor.

  —Dice Pauli que... Dice que vamos a hacer las dos cosas, Gaby.

  Sí, cómo no. «Pauli» seguramente no dice eso, sino alguna grosería que aprendió en el lenguaje de señas recientemente.

  —Dile a Pauli que soy como Gran Hermano, y lo veo todo. Y que no me ha gustado nada lo que acaba de decirte, pero voy a hacer de cuenta que no lo vi, y por esta vez pasa... Yo le avisaré a Aurora, y cuando salga del trabajo la iré a buscar, Belu.

  No me puedo poner exigente, y mucho menos estando de rodillas entre las piernas de un hombre, debajo de su escritorio. No tengo autoridad moral para nada en esta situación.

  —Vale —me responde, y corta.

  Y antes de que pueda hacer lo mismo, César se aferra nuevamente a mis orejas como si se le fuese la vida en ello.

  Entiendo qué es lo que desea. Mi hija es sorda, lee los labios y se comunica por señas, así que el lenguaje gestual se me da muy bien. Pero una cosa es entenderlo y otra muy distinta es hacer lo que él quiere.

  Lo cojo de las muñecas y lo detengo.

  —Espera, César.

  —Vamos, Gabriela, que ya estoy…

  Ah, mira qué bien. El señor ya está. Eso me tranquiliza mucho…

  No me gusta que me presionen, y él lo sabe bien. Cuando me apremian, surge en mí un espíritu de contradicción que me obliga a replicar cada cosa que me dicen, y a hacer lo contrario a lo que me indican aun en contra de mis propios intereses.

  Y así como soy de complaciente cuando vienen por las buenas, cuando me siento presionada automáticamente me pongo de malas.

  —¿Tú piensas que soy una máquina de hacer mamadas?

  —Ah, mira qué fina la niña… ¡Con esa misma boquita hablabas recién con la amiguita de tu hija!

  —Con esta misma boquita te la estaba chupando, y no te he escuchado quejarte. Y te digo «estaba», porque ya no —le aclaro, y automáticamente me pongo de pie y me paso el pulgar por las comisuras.

  Él también se para, y así con todo al aire, me oprime contra su cuerpo.

  —No tan rápido, pequeña.

  ¿Les he dicho que odio que me presionen?

  —Pequeña la tienes tú —replico, y no termino de hacerlo cuando me aleja y se la mira con el ceño fruncido.

  No puedo evitar soltar una carcajada.

  —Gabriela, no te rías…

  Me muerdo el labio inferior, pero mis ojos siguen sonriendo.

  —César, esto pintaba bien, pero… Fue la llamada, no es tu culpa.

  Creo oportuno liberarlo de sus dudas; después de todo aún conservo mis orejas y aquí no se ha perdido nada.

  —Ven, mami. Retomemos… Vamos...

  —Esta noche —lo desafío, aun sabiendo que no podrá hacerlo. Es el cumpleaños de Claudia, y por lo tanto imposible que pueda escapar a sus compromisos familiares.

  —Sabes que no puedo…

  Me encojo de hombros; no me hago cargo. No me hago cargo de nada.

  Apenas puedo con mi mochila, así que no voy a echarme sobre la espalda la mochila de nadie más.

  —Me voy a trabajar, bombón. Alguien tiene que hacerlo… —le digo. Y antes de que pueda replicarme me escabullo hábilmente, y cierro la puerta detrás de mí. Tengo la sensación de haber ganado, pero una vez más me retiro con las manos vacías y un sabor amargo en la boca, y no es por lo que están pensando.

  Socios y amantes… Al final, no era tan buena idea.

  No sé si soy una mujer afortunada o una desgraciada. Supongo que todo tiene que ver con una cuestión de perspectiva más que con la realidad objetiva, y será por eso que mis balances siempre resultan un desastre. Y eso que soy Contadora Pública.

  Vamos a ver, considerando que mi mamá murió cuando era niña, podría decir que ya arrancamos la vida con números rojos.

  Pero si empiezo a sumar, tengo que poner a mi tía Aurora en el haber… Decir que la hermana de mamá ha sido una segunda madre, es decir poco. Ella fue y sigue siendo la única mamá que conocí, mi amiga, mi pilar y mi muro de contención. No hay duda de que Aurora embellece mi vida.

  Ahora, si le restamos a Bernardo el padre de Alejo, mi hijo mayor, volvemos a cero. Qué máquina de hacer cagadas ese tío, y yo de justificarlas. Cinco años de esquilmar sistemáticamente mi billetera y mi paciencia, se puede anotar como saldo negativo, sin dudas.

  Si no fuera por Alejo volveríamos a los números rojos, pero él suma, vaya si suma. Cuando pienso en eso, enseguida me siento parte del club de las afortunadas.

  Un chaval maravilloso por donde lo miren. Mi bebé, mi orgullo, mi… Ay, necesito un babero. Dieciocho años, y tan bello que duele mirarlo. El mejor de su clase, graduado con honores. No pasó por la edad del pavo, y ahora es un hombre joven, pero súper maduro, y también es el equilibrio que a veces necesito.

  Sin duda es otro de los pilares que me mantienen en pie, y una de las dos mejores cosas que he hecho en la vida. La otra es Paulina, mi guerrera.

  Mi relación con su padre fue demasiado corta. Solamente un año duró mi matrimonio con Hugo, pero fue suficiente para poner en mis brazos a mi pequeño sol. Tiene once años de pura valentía y arrojo, y el haber nacido con una discapacidad jamás ha representado números rojos para Pauli. Directamente ni se dio por enterada, y el resto de nosotros no tuvo otra opción que aceptar con naturalidad lo que sucedía. Es que si no fuese así, no sería ella. Y lo cierto es que así como es, es maravillosa.

  Es un rayo, y en más de un aspecto. Con lo lista que es, cualquier desventaja se compensa. No ha sido fácil el camino que tuvimos que transitar, pero ahora podemos decir que lo que invertimos está dando utilidades. Un balance perfecto al menos en lo que respecta a mis hijos, que multiplican mi felicidad hasta el infinito.

  Pero en lo que se refiere a mí como mujer, seguimos en baja. Un fracaso detrás de otro, pero continúo viva.

  Mi trabajo no es lo más gratificante del mundo, es cierto. Tener una concesionaria a medias con un hombre con el cual estoy involucrada en la clandestinidad, no puede considerarse un éxito, realmente. Y mucho menos cuando el hombre en cuestión está casado con una de mis amigas. O de mis examigas…

  Es que yo me los busco casados.

  Verán, resulta que los dos primeros hombres con los cuales me acosté, terminaron siendo mis maridos luego, y también un completo fracaso. Así que desde que mi relación con Hugo terminó, solo me relaciono con hombres casados, o que no signifiquen una amenaza para mi preciada soltería. Y César Arenas no es la excepción, por supuesto.

  Todo empezó cuando Claudia se endeudó por tonterías e hizo tambalear el negocio del cual éramos socias. Él acudió al rescate y terminó quedándose con la parte de ella y también su corazón, que mi inescrupulosa amiga le entregó sin siquiera considerar que él había sido mi amor de adolescencia, antes que su marido y salvador. Cierto que hasta que ellos se casaron no empezó lo nuestro, pero podría haber sido mi tercer marido y el definitivo, si ella no se lo hubiese quedado. Bah, no es cierto. La verdad es que no lo creo. Pero hay ciertos rencores que me conviene alimentar para tranquilizar mi conciencia y justificar ciertas cosas.

  En fin, aquí estoy y estos son mis números. A veces gano y a veces pierdo, esa es la verdad. A veces cierran las cuentas y me siento satisfecha, pero a menudo me siento con las manos tan vacías como mis arcas, y sola, muy sola.

  Pero esta es mi vida, al menos por ahora. Debo concentrarme en lo que tengo y no en lo que me falta, y tal como lo hace Maribel, la protagonista de la novela que estoy leyendo, le presto oídos a la optimista que vive en mí, y sonrío al pensar en que lo mejor está por venir.

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