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  Miré el test.

  El test me miró a mí.

  Bueno, no lo hizo realmente, pero lo sentí de aquella forma. Las caritas sonrientes me contemplaban como si fueran a romper la minúscula pantalla para abalanzarse sobre mí en cualquier momento. Apoyé la espalda sobre los fríos azulejos de la pared del cuarto de baño y dejé que mi cuerpo resbalase hasta que mi trasero impactó contra el suelo húmedo. No estaba así por la suciedad, sino porque había tomado una ducha hacía menos de diez minutos. El aparato de plástico cayó sobre mi regazo, seguido de mis manos, que se asemejaban a las de un muerto debido a mi entumecimiento.

  —Esto no puede estar pasándome —musité con un hilo de voz.

  Sin pensarlo, descansé la palma de mi mano sobre mi vientre plano.

  Una nueva vida crecía en mi interior y no podía hacer nada para evitarlo. Bueno, en realidad sí estaba en mis manos el poder para ponerle fin. La idea de presentarme en una clínica para eliminar mi equivocación se antojaba, al mismo tiempo, como mi solución y como mi tormento, pero era una opción más descabellada que la situación en sí. Habría deseado que la oscuridad me engullera durante los nueves meses siguientes. Tal vez incluso por más tiempo. ¿Cómo continuaría en la universidad con una barriga que aumentaría de volumen semana tras semana? Me había costado forjar las escasas amistades que tenía… ¿Qué iban a pensar sobre mí?

  —Catherine —me llamó Alexia desde el otro lado de la puerta.

  No pude responderle debido al estado de shock en el que me hallaba. Lo único en lo que pensaba era en que estaba embarazada. Yo, embarazada con apenas diecisiete años. ¿Cómo saldría adelante? Ahuequé mis manos y escondí el rostro entre ellas. Pensé que, quizá, me encontraba todavía en mi cama, en medio de una pesadilla que pronto acabaría.

  Pero no era así, la voz de Alexia llegó a mí con el peso de la realidad casi al instante.

  —¿Qué pone? ¡Catherine! —exclamó ella mientras golpeaba la madera.

  Retiré los mechones cobrizos que cubrían mi frente y los deslicé por detrás de mis orejas. No encontraba mi voz para contestarle ni tampoco suficiente fuerza de voluntad como para incorporarme. Todavía recordaba cómo este desastre se había producido:

  Había sido exactamente siete días atrás, en la noche de la fiesta de compromiso del célebre Dimitri Ivanov, actual heredero de la industria Ivanov’s House of Cars.

  Su padre le había cedido una importante cifra de capital para que él festejara por todo lo alto sus días finales como un joven imprudente y libertino porque, a pesar de que Dimitri estaba a punto de cumplir los veintisiete años, seguía comportándose como cualquier adolescente. Supongo que a nadie le gustaría recibir la inmensa responsabilidad de dirigir una empresa sin gozar de tiempo para sus quehaceres personales. E incluso si ese puesto iba a proporcionarle más riquezas, Dimitri desechaba la idea de decir adiós a sus fiestas semanales.

  Esa noche yo trabajaba para él a petición de mi otra amiga, Svetlana.

  Había accedido solo por la cuantiosa cifra de dinero que ofrecían por participar como camarera; precisaba de ella para pagar el primer año de mis clases.

  La universidad a la que yo asistía —Universidad de Columbia, Nueva York— estaba dividida en dos cuatrimestres. El primero de ellos ya había concluido, por fortuna, con las cinco asignaturas aprobadas. No podía asegurar lo mismo sobre el que estaba a punto de iniciar.

  Gracias a mis calificaciones del instituto y a los esfuerzos invertidos entre las páginas de los libros de texto, había conseguido adelantar un curso. Y, según el rector de la universidad, no podían dejar pasar la oportunidad de contar con una alumna cuyo expediente fuese tan sobresaliente como el mío.

  Sostuve la cabeza entre ambas manos en silencio. Sin responderle a Alexia, rememoré la noche en la que cometí el error.

  —Me estoy arrepintiendo de haber aceptado —refunfuñé al mismo tiempo que aplicaba más brillo dorado sobre la piel desnuda de mis brazos.

  —Asistes a una fiesta por año, Catherine —respondió Alexia, mi mejor amiga.

  A ella la conocía desde los dos últimos cursos del instituto y, con el paso de los años, había demostrado ser alguien excepcional. Pese a no cursar los mismos estudios universitarios, compartíamos en esos momentos el dormitorio de la residencia. ¡Otro pagamento que sumar a mi lista!

  —Corrección: estuve en la celebración de tu último cumpleaños —dije.

  —Y lo pasaste estupendo.

  Puse los ojos en blanco ante su no tan errónea contestación.

  Terminé de restregar el maquillaje por mi cuerpo y cerré el frasco de purpurina. No me agradó en lo más mínimo el uniforme seleccionado por el anfitrión, pero mi opinión era inválida porque me pagaban por lucirlo. Me puse en pie para alcanzar las puertas del armario donde guardaban las perchas repletas de chaquetas. Estaban etiquetadas porque éramos demasiadas chicas y no todas compartíamos talla. Busqué la mía con aire distraído mientras anudaba los dedos en la trenza de espiga que Alexia me había realizado.

  Me repetía una y otra vez el motivo por el que había aceptado el trabajo, como si ello fuese capaz de aportarme el coraje y el valor que yo tanto necesitaba.

  El gobierno otorgaba becas anuales a los estudiantes con calificaciones sobresalientes —como yo—, pero no cubrían el pago del curso íntegro. Como mis padres no se podían permitir la inversión de más capital en mí desde que mi hermano se mudó a California City para encontrar un puesto de trabajo, yo me he visto obligada a buscar pequeñas ocupaciones temporales en tiendas para compensar el precio excesivo de la matrícula.

  Por fortuna, mis padres pensaban que me encontraba en casa de Alexia esa noche y no sospechaban cuál era mi verdadera ubicación.

  Me puse la chaqueta, la remangué a la altura de los codos para mostrar el brillo que con tanto ahínco me había aplicado y eché un vistazo a la cabellera rubia de Alexia. Ella seguía ensimismada con el pintalabios, buscaba el ángulo que le permitiera deslizar la barra escarlata por la parte superior.

  —Chicas, es vuestro momento —anunció el coordinador.

  Asomé la cabeza por las cortinas que separaban el salón de festejos de la sala trasera. Al otro lado distinguí hombres. Muchos hombres. Incluso me atrevería a afirmar que ninguno había llevado consigo la compañía de una pareja.

  Svetlana nos había ofrecido el trabajo como ayuda económica, pero también porque nos encomendó una tarea de vital importancia: vigilar a su prometido y evitar que él llevase a cabo acciones de las cuales se lamentaría al amanecer.

  —Ya vamos —respondió Alexia.

  Conforme salíamos, nos entregaban una bandeja con copas de Martini y de otras bebidas que ofreceríamos a los invitados. Sobre la que me correspondía a mí diferencié una repugnante mezcla de alcohol, en especial de vodka, ron y bourbon.

  Sin lugar a dudas, una copa de esos tragos era suficiente para emborrachar a alguien.

  El salón había sido decorado por una compañía especializada en despedidas de soltero, así que no me sorprendió ver a una mujer en ropa interior contonear las caderas sobre el escenario; frente a ella se situaba un numeroso grupo de individuos. Pasé de largo, haciéndome camino con muchas disculpas y procurando no perder el equilibrio a causa de los tacones. Globos azulados pululaban de una dirección a otra, lo que significaba un riesgo para las bebidas de mi bandeja, que podrían ser desparramadas sobre uno de los invitados ante el más mínimo error. Las luces de colores se desplazaban a través de un sistema minuciosamente instalado que recorría el techo para perseguir al protagonista de mis pesadillas: Dimitri Ivanov.

  El chico, de cabello rubio como caramelo y ojos avellana, encajaba con el prototipo de hombre que revolucionaba las hormonas de cualquier ser humano, hombre o mujer. La mandíbula cuadrada, los labios gruesos y la nariz perfectamente alineada con el resto de sus rasgos sumaban incluso más puntos a su favor.

  Yo lo había conocido durante mi estancia en el campamento de verano al que asistí en calidad de alumna dos años antes; el instituto había ofrecido las plazas sin costos adicionales y nadie las rechazó. Por el contrario, Dimitri había participado como el flamante monitor que salvaba a las jóvenes de falsos calambres y ahogamientos. Nunca supe qué lo había impulsado a trabajar allí cuando disponía de la industria de su padre en la palma de su mano.

  No volví a ver a Dimitri tras ese increíble mes en el campamento. Inicié la universidad, me centré en mis estudios y me olvidé de su existencia.

  Hasta esa noche.

  Cuando me detuve por un instante para observar a la multitud, Alexia se situó a mi derecha y me propinó un despistado pero recio empujón. Tuve que aplastar la otra mano bajo la bandeja para que no cayera sobre su uniforme. La fulminé con la mirada para hacerle saber que había estado a punto de costarme una posible expulsión, a lo que la escuché decir:

  —La fiesta no está nada mal.

  —Si tú lo dices. —Icé el mentón—. Centrémonos en hacer todo bien y a las doce podremos regresar a casa. No veo la hora de que termine. Nunca me ha agradado este ambiente.

  —¿En serio vas a seguir ese horario? ¡Vamos! Fue establecido para dar buen ejemplo a la comunidad. La auténtica fiesta comenzará tras la medianoche y será hasta el amanecer.

  —Me da igual. Haré lo que vea conveniente para mí.

  Alexia se estaba acostumbrada a mi malhumor, detalle que agradecí en esos momentos.

  Ella desapareció entre la multitud en dirección al primer grupo de invitados con bocas sedientas de alcohol. Yo imité sus acciones. Tomé una bocanada de aire, aclaré mi garganta y compuse mi mejor sonrisa antes de avanzar.

  En cuestión de minutos me vi obligada a regresar al pequeño bar situado detrás del escenario para rellenar las copas. Tras ello, pude retornar a la pista de baile, donde pronto divisé a Alexia entablar conversación con un desconocido. La mezcla de focos de luces y de estaturas entre los invitados me dificultaba la tarea de identificar al forastero, cuya amplia espalda enfundada en una sudadera de los Wild Lions de América destacaba sobre la vestimenta del resto.

  El número de relaciones amorosas mantenidas durante mi adolescencia había sido prácticamente nulo. Aún me avergonzaba del lamentoso beso que un chico del último curso me dio bajo el anillo de la canasta del pabellón de educación física. Detestaba la idea de iniciar un romance en la universidad pues, gracias a las desastrosas experiencias de Alexia, era consciente de los suspensos que llegarían por las distracciones.

  De hecho, fue por culpa de mi ensimismamiento que me distraje.

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