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Un multimillonario atractivo se hizo pasar por mi marido cuando fui acosada por mi ex.
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El avión de Londres a Baltimore surcaba el despejado cielo. A pesar de estar a miles de kilómetros del suelo, avanzaba constante y suavemente.

Como en los últimos años el nivel de vida había mejorado considerablemente, viajar en avión había dejado de ser un lujo exclusivo para los ricos. Sin embargo, no todo eran buenas noticias, pues a causa del aumento de la demanda, tanto el servicio como el ambiente en la cabina decayeron. Por ejemplo, ahora siempre se escuchaban las voces de las mujeres de mediana edad que viajaban en clase económica, impidiendo que los demás pasajeros se relajaran.

En el vuelo iba Sara Cuevas, quien había nacido en una familia adinerada. Su padre la consideraba la niña de sus ojos, razón por la que no dejó que sus pies tocaran el suelo hasta los diez años. En ese aspecto era como David Beckham: adoraba tanto a su hija que le cumplía todos sus caprichos y la consentía al máximo.

La mujer no pudo evitar suspirar al recordar aquello. Cada vez que se acordaba de su infancia sentía una inmensa piedra aplastándole el corazón.

De repente la nostalgia la invadió. Había pasado bastante tiempo desde la última vez que estuvo en la cabina de primera clase de un avión, pues no había tenido que viajar en los últimos años.

A ella no le habría importado viajar en la clase económica. Sin embargo, recibió una llamada indicándole que viajara en primera clase y segundos después una fuerte suma de dinero apareció en su cuenta bancaria.

De la impresión ni se quejó, pues la verdad era que no tenía intención de volver a su tierra natal. Despreciaba a la noble y elegante Londres con todo su corazón, porque le provocaba un miedo y una frialdad infinitos. No obstante, había vivido el suficiente tiempo en Baltimore como para aprender a tragarse su soledad y su tristeza. Y como el tiempo lo cura todo, poco a poco sus heridas sanaron.

De hecho, como llevaba tanto en Baltimore, la consideraba la ciudad donde estaban sus afectos. En ella vivían personas a las que odiaba con todas sus fuerzas y otras a las que amaba con locura. Los rostros de los del último grupo eran capaces de hacerla olvidar sus pesares de antaño.

Y ella estaba completamente en paz con la situación. Se había acostumbrado a su nueva vida cuando recibió la llamada de una persona de su pasado, pidiéndole que regresara a Londres.

La mujer había estado tan sumida en sus pensamientos que no se dio cuenta de que ya habían pasado varias horas. Lo único a lo que le prestaba atención era al odio y la desgana que invadían su corazón.

Todos los demás pasajeros que viajaban en primera clase ya se habían dormido, a excepción del hombre que leía el periódico financiero, siempre rodeado por las serviciales azafatas.

A pesar de lo conflictuada que se sentía, Sara era de carne y hueso y, al igual que todos, admiraba a la gente guapa. Por eso, el hombre sentado a su lado captó su atención desde que abordó el vuelo.

Había conocido muchos hombres guapos y elegantes, pues durante años fue una socialité que se codeó con celebridades y políticos; aun así, lo poco que podía ver de la cara del hombre junto a ella la impresionaba. Aunque parecía frío, estaba segura de que era carismático. Y como no podía verle completamente el rostro, pues se la tapaba el periódico, comenzó a fantasear sobre él.

Imaginó que sus rasgos serían imponentes y bellos, a pesar del estoicismo y la frialdad en la que seguramente estarían sumidos. Creyó que verlo sería similar a contemplar una antigua estatua griega: facciones marcadas y bellas, capaces de cautivar a cualquiera, pero de una frialdad y pureza que podían paralizar al espectador.

Sin embargo, las suposiciones de Sara estaban bastante alejadas de la realidad...

El hombre junto a ella era frío y silencioso. Había estado leyendo el periódico, con la cabeza ligeramente inclinada, desde que abordó el avión. Sus delgados dedos agarraban el papel con fuerza, mientras que su mirada profunda y pausada recorría los textos.

En contraste, una de las azafatas que lo atendía irradiaba energía y felicidad: sonreía de oreja a oreja, actitud acorde con el caluroso verano de Baltimore.

Al principio, la escena captó la atención de Sara, quien llevaba bastante tiempo queriendo ver algo así de entretenido. Empero, el acoso de la empleada hacia el pasajero pronto se volvió aburrido y de mal gusto, ocasionando que perdiera el interés. Ahora lo único que quería era dormir.

El problema era que no podía: tenía el sueño tan ligero que hasta la más mínima corriente de aire la despertaba. Como a su lado tenía a la única fuente del ruido en la cabina, le resultaba imposible conciliar el sueño.

No obstante, no tenía intenciones de interrumpir a la azafata. Como mujer, lo que menos quería era hacerle pasar un mal rato a otra.

Resignada, cerró los ojos una vez más, con toda la intención de obligarse a dormir.

No quería arruinarle el ligue a la azafata, pero ella seguía armando un alboroto a su lado.

"Señor, ¿puedo ayudarle a bajar la bandeja?", preguntó la empleada, en un tono entre tierno y coqueto.

«¿Qué acaso el tipo no tiene manos o qué?», se preguntó una cada vez más molesta Sara.

"No es necesario, así estoy bien", respondió el pasajero.

Desde que subió al avión, el hombre había recibido toda la atención de las azafatas, pero permanecía imperturbable ante su acoso; en realidad, no les había dirigido la palabra durante todo el vuelo. Y ahora, ¡por fin le había contestado a una de ellas! Eso ocasionó que el ritmo cardiaco de la azafata se acelerara. La mujer, envalentonada por su reciente éxito, redobló sus esfuerzos.

Por su parte, Sara descubrió que la voz del desconocido era como la de un poeta romántico, grave pero suave, y con la capacidad para calmar el corazón de cualquiera.

No obstante, esa no era razón suficiente para soportar el ruido que hacía la empleada, quien prácticamente se había convertido en una cacatúa, con el objetivo de captar la atención del hombre.

Él tampoco era una buena persona, pues no había parado los intentos de la chica. Cualquiera habría reaccionado como ella, pues a pesar de las escuetas respuestas, no la había rechazado abiertamente.

"Señor, como ya se terminó su café, ¿gusta algo más?", preguntó la azafata.

«¡Por favor! Este tipo ya se tomó tres tazas de café. Si se toma una más, le dolerá el estómago», se dijo Sara, tapándose con la fina manta que llevaba. Acto seguido, apretó sus ojos con fuerza.

"No, gracias", respondió él.

"¿Seguro que no necesita nada?", insistió la empleada.

"Así estoy bien. No quiero nada más en lo que resta del viaje", contestó el pasajero, en un tono cada vez más cortante.

Sara sabía que su vecino de asiento estaba impacientándose, pero parecía que la azafata no se daba cuenta, o si lo hacía, prefería fingir que no, pues quería seguir interactuando con él.

"C*rajo, ¡qué poco profesional resultó esta mujer! ¿Acaso el tipo compró todo el vuelo? ¿O es el único pasajero digno de sus servicios? Hasta donde yo sé, todos pagamos por nuestros boletos y merecemos una excelente atención", se quejó en voz baja.

Luego ladeó la cabeza para ver al resto de los pasajeros. Todos seguían dormidos, ajenos al escándalo que había a su lado.

"Señor, nuestra aerolínea incorporó recientemente unos deliciosos bocadillos de anguila. ¿Quiere que le traiga unos?", ofreció la azafata.

«¿Que no sabe cuándo parar?», se preguntó Sara, quien ya había tenido suficiente.

Dobló su colcha, se sentó derecha y volteó a ver a la causa de todo el alboroto. La azafata estaba de pie, completamente quieta y con una expresión bellísima. Sus ojos brillaban de forma encantadora, sus rosados labios eran carnosos y delgados, y como los tenía ligeramente entreabiertos, parecían pétalos de rosa.

Sara se dio cuenta de que la mujer era muy bonita. Se imaginó que cualquier hombre al verla se sentiría irresistiblemente atraído hacia ella. Entonces reflexionó un poco más y llegó a la conclusión de que el hombre a su lado debía tener un autocontrol impresionante.

Sin darle tiempo a reaccionar, recargó su cabeza en el hombro de su compañero de fila y le presionó suavemente el brazo con sus dedos. "Amor, sé que te gusta el pescado, pero el doctor recomendó que no lo comas hasta que te recuperes. Te prometo que te prepararé un poco apenas sanen tus heridas", dijo en un tono delicado.

Nunca antes se había acercado tanto a un hombre, a excepción del joven que todavía tenía un lugar en su corazón. Ahora que por fin estaba cerca del misterioso pasajero, se dio cuenta de que era justo como se lo había imaginado: sus pestañas eran larguísimas y curvas, su perfil era como el de las estatuas de la antigua Grecia y sus delgados labios, comprimidos en una línea recta, resaltaba su aura fría y noble.

De repente, un leve olor a menta llenó sus fosas nasales. Era un aroma perfecto, suave y refrescante, capaz de eliminar cualquier preocupación.

Sara inhaló profundamente y el aroma llegó a lo más profundo de su ser.

No era como que hubiera planeado terminar así, pero la insistencia de la azafata la había enfurecido y estaba dispuesta a hacer lo que fuera para detenerla. Y como no le daba miedo arriesgarse, decidió fingir que tenía una relación con el hombre, sin saber si le seguiría el juego.

Como él no se movía, comenzó a preocuparse. No lo conocía de nada, así que desconocía cuál sería su reacción.

¿La empujaría y la humillaría frente a la azafata, o cooperaría con ella y montarían una escena romántica?

La confianza abandonó a Sara y de repente le pareció que su idea era una est*pidez. ¡Si tan solo le hubiera dicho a la empleada que el ruido la molestaba, todo se habría resuelto rápido y sin problemas! En cambio, había creado una tormenta en un vaso de agua y eso era algo que alguien tan inteligente como ella no debería hacer.

¡Todo era culpa del hermoso rostro del hombre!

La azafata estaba tan impactada por la noticia que no se dio cuenta de la expresión en el rostro de Sara.

"Eres su novia...", comenzó, con un semblante sombrío.

Ella había decidido convertirse en azafata tras graduarse de la universidad, pues quería conocer a la gente de las altas esferas. Y a ese hombre le había echado el ojo desde hace tiempo. En el último mes había volado unas siete u ocho veces, por lo que estaba más que claro que era rico y, además, guapo. Estaba tan decidida a ganarse su corazón que hasta le contó a sus hermanas sobre él.

Se negaba a aceptar que, de la nada, se había conseguido una novia, pero esa era la realidad. La mujer que estaba a su lado era bonita: tenía ojos brillantes y dientes relucientes. Sus facciones eran delicadas y, a pesar de que no usaba maquillaje, su belleza natural evocaba el de las damas aristócratas de las pinturas del siglo XIX. Solo alguien como ella podía ser pareja de un caballero tan guapo y distinguido.

En los ojos entrecerrados del hombre brilló el peligro, pero desapareció en el instante en que su mirada se posó sobre Sara.

No podía negar que era una mujer bonita.

Diego Linares se había acostumbrado a estar rodeado de mujeres, pero hasta ese momento el adjetivo que había usado para describirlas era aburridas. Después de todo, él era el señor Linares, conocido por ac*starse con celebridades de la talla de la actriz S. Johansson y la supermodelo MACO, ambas poseedoras de una belleza elogiada por el mundo. Sin embargo, él nunca las había encontrado atractivas.

Por ello, el que él dijera que una mujer era hermosa solo podía significar una cosa: que su belleza era capaz de robarle el aliento a cualquiera.

Diego miró fijamente a Sara. Al principio ella le sostuvo la mirada y le dedicó un semblante estoico, pero pronto comenzó a parpadear. Había algo en los intensos ojos del hombre, como una especie de magnetismo, que le hacía imposible dejar de mirarlo.

Sara no entendía lo que le pasaba. Él únicamente la veía y eso bastaba para convertirla en un manojo de nervios.

«¿Qué me pasa?».

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