Home/ Casarme con el Sr. Frío después de una noche Ongoing
La compañera de mi marido es una de mis pacientes. ¿Cómo debería tratarla?
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El teléfono sonó. La doctora, absorta ante su computadora, levantó la vista, sorprendida. Al ver que se trataba de una enfermera, respondió inmediatamente.

“¡Doctora Ramsden, tenemos a alguien en emergencia!” La voz de la enfermera indicaba urgencia y pánico: “¡Es una mujer! Está sangrando mucho, creo que es un aborto espontáneo”.

Isabella no necesitó más explicaciones para levantarse y coger su bata blanca del perchero. La sacudió y se la puso mientras se dirigía a la puerta a toda prisa.

“No estaba segura de si fue la decisión correcta, pero solo pensé en usted cuando vi quién es la paciente”.

La vacilación en la voz de la enfermera hizo que Isabella aminorara el paso.

“¿Por qué? ¿De quién se trata?”, preguntó, un tanto sobresaltada.

“¿Recuerda a esa abogada que salió en las noticias con el señor Rams…?”

“¡Concéntrese en la paciente, Lisa!”, la interrumpió Isabella antes de escuchar el resto. Ella ya sabía a quién se refería.

Colgó la llamada y corrió a la sala de emergencias.

Una mujer yacía en una cama y lloraba desconsoladamente de dolor. El clamor de sus gritos atravesaba el corazón de todos los presentes, incluido el de Isabella.

Ella siempre había tratado a cada paciente lo más profesionalmente que podía. Dentro del hospital, cualquiera que necesitaba ayuda era solo eso, un paciente para ella. Y estaba orgullosa de su rígido apego a ese comportamiento profesional.

Isabella miró a la mujer y su pecho se contrajo por el dolor. No, esa no era una paciente cualquiera.

Ella era esa paciente, la clase de paciente que podría comprometer su ética de trabajo y profesionalismo.

Levantó la sábana que cubría la parte inferior de la mujer. La tela, que alguna vez fue blanca, ahora estaba teñida de rojo brillante. Las piernas estaban cubiertas de sangre y era un espectáculo espantoso.

Aquello indicaba una triste verdad. Su bebé ya no estaba.

En cuanto la mujer la reconoció como su médico, aulló de dolor: “¡Quiero que me atienda otro doctor!”

Las enfermeras presentes en la sala intercambiaron miradas significativas, pero Isabella permaneció imperturbable.

“Ella es solo una paciente, solo una paciente”, repitió en su mente como un cántico.

“Lamento que ya no podamos salvar a su bebé”, dijo con suficiente rigidez y al mismo tiempo, empatía.

La mujer siguió sollozando mientras se llevaba las manos al vientre.

“Ahora tiene que someterse a un curetaje uterino para que podamos limpiar su útero y minimizar el daño”, continuó explicando Isabella, con las manos escondidas dentro de los bolsillos de su bata.

Tenía la extraña sensación de que pronto vería en esa sala a alguien con quien no deseaba encontrarse. Aunque enseguida su mente racional le gritó que era imposible.

Miró a la enfermera que la había convocado a la sala de urgencias: “¡Lisa!, vaya al quirófano y prepare todo para la cirugía. ¿Dónde está el responsable de la paciente? Necesitamos que firme el formulario de consentimiento”.

Mientras esperaba que la enfermera respondiera o que el responsable apareciera repentinamente, Isabella oró en su corazón para que no fuera la persona que ella tenía en mente.

Cualquiera, podría ser cualquiera. A ella no le importaría.

Con tal de que no fuera su marido.

“¡Yo soy el responsable!”

Enseguida su atención se centró en el hombre que acababa de entrar a la sala con paso seguro.

Los delgados labios estaban presionados en una sola línea maliciosa. Sus ojos ardientes se encontraron con los de ella, consumiéndola lentamente, como si fuera una vela. Luego la comisura de su boca se curvó hacia arriba, pero su sonrisa nunca llegó a sus ojos.

El traje hecho a mano estaba arrugado, visiblemente cubierto de manchas de sangre que el hombre no se molestó en ocultar. Los contornos de su perfil eran tan definidos y afilados como un cuchillo, mientras se acercaba a la cama tranquilamente, con las manos metidas en los bolsillos. Su mirada era apagada e indiferente.

El corazón de Isabella se hundió hasta lo más profundo mientras miraba directamente a los sombríos ojos del hombre. Debería haber sabido que rezar era algo que hacía tiempo había perdido su efectividad.

La enfermera trajo apresuradamente el formulario de consentimiento. El hombre extrajo un bolígrafo del bolsillo interior de su abrigo e Isabella observó cómo firmaba con su nombre.

Aldrich Ramsden.

Sonaba frío y áspero. Era el nombre perfecto para su apático dueño.

No obstante, se las arregló para mantener la compostura en medio del escrutinio de aquellos ojos burlones, mientras decía a las enfermeras: “Avísenme cuando todo esté listo para la operación”.

Isabella pasó las siguientes dos horas dentro del quirófano. Fue triste que perdieran al bebé, pero no podía hacer nada más, excepto asegurarse de que la madre estuviera fuera de peligro.

Al terminar, suspiró de alivio y movió la cabeza y los hombros para calmar la tensión en sus músculos.

“Termina esto, ¿quieres?”, le dijo al médico que la asistía.

“Sí, doctora”, respondió él.

Salió del quirófano, se quitó la mascarilla y la tiró a la basura junto con la bata quirúrgica. Mientras se lavaba las manos, inevitablemente reflexionó acerca de sus complicados sentimientos. Como profesional, no estaba segura de si el aborto de su paciente era algo de lo que debiera sentirse aliviada.

“No preguntaré sobre la cirugía. Estoy seguro de que lo hiciste bien”.

Se estremeció al reconocer la voz masculina detrás de ella, baja, magnética y fría, aunque agradable. No tenía necesidad de darse la vuelta.

Durante tres largos años, todo su ser se había adiestrado para reconocer al dueño de la voz.

Después de secarse las manos, lentamente se giró y lo vio apoyado contra la pared. Su presencia era dominante, a pesar de que estaban a unos metros de distancia.

Con una colilla entre dos dedos delgados, se la llevó a la boca y expulsó el humo.

“De nuevo, te lo aconsejo como médico, elimina el tabaquismo antes de que acabe con tu vida”.

“¡Qué buen consejo!”, se burló él e inmediatamente disipó su preocupación mientras otra bocanada de humo nublaba su apuesto rostro. “¿No hay nada sobre la jod*da situación que quieras preguntar?”

Isabella borró toda emoción de su rostro, tal como lo hacía cada vez que se encontraban frente a frente.

“¿Y bien? ¿No vas a explicarlo?”, replicó ella con indiferencia.

Tan solo se limitó a esperar a que él hablara. Como una tonta, habría creído cualquier excusa que él le diera. Incluso si fuera una mentira.

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