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  El sonido del despertador fue innecesario, aunque era la hora prevista. Morfeo no había visitado a Miguel durante la noche. Tenía la garganta seca, y un puño invisible atenazaba su estómago.

  Posiblemente se trataba del día más importante para la humanidad si tenía éxito en la empresa que en este día comenzaba, una aventura que podía terminar con la enfermedad en el mundo.

  Abrió la ventana y la mortecina luz del alba apenas bañó la habitación de la oscura pensión donde se escondía huyendo de la extraña gente que le perseguía.

  Lagunas en su cabeza impedían que recordase en qué parte del mundo se encontraba; la desorientación había pasado a formar parte de su vida, y él la había asumido, asimilándola como algo nuevo dentro de sí.

  Deslizó su mano derecha hacia la mesita de noche, buscando el diario que ahora parecía que todo el mundo deseaba poseer. Hasta el día anterior, no fue consciente del peligro que suponía sostener aquel maloliente libro entre sus manos; no entendía cómo un montón de palabras encerradas entre dos tapas de piel de alguna desgraciada cabra desaparecida unos cientos de años antes, podía haberle causado tantos problemas.

  No comprendía el significado de tan solo uno de los miles de extraños símbolos escritos en aquel apestoso soporte. Creía que las tapas comenzaban a descomponerse, el profesor ya se lo había advertido. Pero no podía fiarse de nadie, ¡y qué demonios podía saber un simple minero sobre la conservación de un antiguo libro encuadernado en vieja piel! A falta de conocimientos, recurrió a lo más simple: si la crema para sus callosas manos era buena para él, ¿por qué no para la piel de cabra? Cuanto menos, mitigaría el mal olor.

  Tenía ante sí el dilema más grande que los azares de la vida podía poner en manos de un solo hombre, de un hombre humilde que había pasado más de la mitad de sus cuarenta años de vida trabajando en las entrañas de la tierra, robándole el preciado mineral negro que tan celosamente guardaba a base de esfuerzo y continuo sacrificio, viendo cómo esta, a veces, exigía su tributo. Tributo que muchos de sus compañeros habían pagado con la vida, a cambio de un mísero puñado de carbón.

  Nunca temió dejar su vida en un trabajo que, por locura que pareciese, amaba. Pero la última visita al despacho del profesor había logrado que conociese el miedo. No sabía de quién se escondía, pero estaban dispuestos a todo por conseguir aquello que frotaba suavemente entre las manos con una conocida marca de crema para estas.

  Necesitaba ayuda y, por razones del caprichoso destino, injusto en ocasiones, la única persona a la que podía acudir no le iba a recibir precisamente con los brazos abiertos.

  Sentado en la cama tomó el móvil y rebuscó entre sus contactos, encontró lo que buscaba y, aunque indeciso, pulsó el pequeño teléfono verde situado al lado de un nombre en la pantalla.

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