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Septiembre, 1837 Londres

Un revolcón siempre era agradable. « Condenadamente caliente» , pensó Jeremy. Y lo había necesitado con urgencia, como de costumbre. El sexo había resultado el desahogo físico que tanto le gustaba: insinuante, absoluto y salvaje.

Siempre había sentido inclinación por el sexo duro y, por suerte, existían profesionales con suficiente conocimiento de las artes carnales como para satisfacer sus extraños gustos. Obtener lo que quería jamás había sido un problema; en Londres había una amplia variedad de prostíbulos y burdeles. Si un hombre no podía encontrar lo que quería en esa ciudad, es que no era su día de suerte.

Jeremy Greymont se apoyó en el cabecero y se permitió el descanso de un hombre saciado y exhausto, al menos por el momento. Sabía que aquella sensación no duraría. Nunca lo hacía. Ese era el inconveniente de pagar a la persona con la que se acostaba, no significaba nada y se olvidaba de ella en el mismo segundo en que su miembro estaba oculto tras la bragueta de los pantalones.

Miró a su alrededor e intentó ver el lugar como lo que era, una estancia decorada con buen gusto, empapelada de seda color verde oscuro y con paneles de madera de roble de buena calidad…, y bastante limpia. Suficiente para él, ¿verdad? Pero, dejando a un lado los detalles decorativos, no era más que un lugar; una habitación para follar. Solo un cuarto con una cama en la que llevar a cabo intercambios carnales entre personas que se utilizaban las unas a las otras.

La utilización era algo que se daba por supuesto. Si meditaba sobre ello, llegaba a la conclusión de que, en el fondo, no era más que un simple trueque. Un negocio en el que se canjeaban monedas por el uso de un cuerpo. Y eso era, en su opinión, un hecho inapelable que le obligaba a tomar precauciones. Con las cortesanas se aseguraba de utilizar siempre un condón, nada de sífilis, gonorrea u otras sorpresas. No necesitaba preocuparse por ninguna de esas cuestiones.

Y, una vez que ya se había acostado con una mujer, no solía repetir. Repetir un revolcón era una rareza. Solo buscaba gratificación física; lo asumía y respetaba. Evitaba cualquier otro tipo de contacto, lo cual, por otra parte, no le suponía ningún esfuerzo. Era imposible que dos personas establecieran una relación si una de ellas no tenía intención de ver a la otra una vez que el rudo retozo entre las sábanas llegara a su fin. Y así quería que siguiera siendo.

Incluso se preguntaba si sería capaz de amar a una mujer. Sin duda, ninguna había despertado nunca en él nada semejante a una inclinación romántica, y había poseído a muchas. Le gustaban las hembras, admiraba sus cuerpos, disfrutaba de ellos por completo…, y eso era lo más lejos que estaba dispuesto a llegar.

En el fondo, sabía que aquel duro acoplamiento no era en realidad satisfactorio. Si fuera honesto consigo mismo, se dijo, incluso estaría dispuesto a reconocer que se había convertido en algo impersonal y mecánico para él.

Entonces… ¿Qué estaba haciendo allí?

De pronto se sintió incómodo.

« Levántate. ¡Vete! Sal de aquí y no regreses nunca. Lo que buscas no lo encontrarás en este lugar, no quieres ser como… él» .

Se había dirigido a su burdel favorito para desfogar parte de su tensión.

Quería olvidarse de otra ineludible reunión con su abuelo en la que se había sentido como una absoluta mierda, y para ello nada mejor que un poco de liberación.

Suspiró hondo, se vistió y agradeció a su femenina compañía el deber cumplido antes de salir en busca de un alivio muy diferente.

Si follando no podía expulsar a los demonios de su cabeza, quizá pudiera conseguirlo con un método distinto. Ahogarse en whisky sería la solución al problema, pensó, abriéndose paso en la suave noche otoñal.

Una vez en el interior de La Cabra Malvada, se sentó en compañía de una botella del mejor escocés y se perdió en sus meditaciones. Quería demostrar a su abuelo que se tomaba muy en serio las responsabilidades. No pretendía hacerse el remolón, pero a los treinta años se le estaba acabando el tiempo de demostrar sus buenas intenciones a la hora de cumplir con su deber para con la familia.

Escurrir el bulto con bonitas palabras ya no era una opción. El tiempo estaba en contra y él lo sabía, pero la mera idea de atarse a una persona le repelía. Quería que ella fuera la correcta. Aunque… ¿qué demonios quería decir eso? ¿Correcta para qué? ¿Para él o para el papel que ella debía representar? Se sentía perdido en esa búsqueda. Bueno, realmente no se había convertido todavía en una búsqueda porque aún no se había tomado la molestia de iniciarla.

Cambió de posición en la silla, sentándose otra vez en el borde mientras recordaba la conversación… « ¡Debes asegurar la línea sucesoria, hijo! Es tu deber de nacimiento. Busca una buena esposa y ten un hijo con ella. Y hazlo rápido. Yo no voy a durar eternamente» .

¿Cuántas veces había escuchado esos consejos? Sonrió burlonamente para sus adentros y echó la cabeza hacia atrás pensando en lo contento que se pondría su abuelo si realmente se casara y lo hiciera con una mujer de buena cuna. ¡Santo Dios!, entonces estarían eufóricos sus dos abuelos. Quería que estuvieran orgullosos de él, sí, pero lo cierto era que no conocía a mujeres así. Es decir, mujeres de linaje perfecto.

¿Dónde encontrar esposa? ¿Por dónde empezar? Las mujeres con las que solía tratar no poseían ese pedigrí de libro. Para empezar necesitaba a una virgen y esa mera idea le hizo poner los ojos en blanco.

« Por el amor de Dios, ¿qué haría él con una virgen?» . Exacto. Acostarse con una inocente no le atraía lo más mínimo; no podría practicar el sexo de la manera que le gustaba. Duro y rápido era su única regla. No podía imaginarse haciéndolo así con una virginal doncella… Lo más seguro era que la pobre se llevara un susto de muerte.

Nacido en el seno de una familia adinerada que disfrutaba de todos los privilegios, recibiría algún día el rango de baronet. Ese futuro se hacía más tangible a cada año que pasaba. La persistente presión para cumplir con su deber y asegurar la línea sucesoria no podía ser ignorada durante más tiempo.

Imaginaba los sacrificios que iba a tener que hacer, pero poner mala cara no serviría de nada. Ojalá diera con alguien adecuado; una mujer que pudiera llevar a sus propiedades en el campo, en cuyo vientre pudiera poner un par de bebés y continuar con sus libertinas andanzas sin que ello supusiera una molestia para ninguno de los dos. Después de reproducirse, su señora esposa podía hacer lo que más le agradara. Tendría un buen estatus social y suficiente dinero para compensar su falta de atenciones. No era un monstruo, solo un hombre.

En cuanto recordó lo mucho que despreciaba a la sociedad londinense, apretó los labios y frunció el ceño de tal manera que su expresión se volvió amenazadora. En esos momentos no tenía fuerzas para soportar las normas sociales. Asistir a los pocos eventos que honraba con su presencia cada temporada ya suponía un enorme esfuerzo, por lo que pensar en que tendría que multiplicarlos se le hacía insoportable. Las empalagosas apariencias, las crueles murmuraciones y tener que adular con habilidad a quienes ostentaban el poder… Todo eso le ponía de muy mal humor. Sin olvidar que, además, se vería obligado a esquivar a las ansiosas matronas que pretendían que pidiera la mano de su caprichosa descendencia… Llevaba años evitándolas.

Se dijo que ahora, para encontrar una novia, tendría que tolerarlas, echar un buen vistazo a las debutantes, es decir, obligarse a asistir a bailes y veladas. Notó que le empezaba a doler la cabeza.

—¡Greymont! ¿Cuál es la razón de esa cara tan larga? —Su amigo Tom Russell se inclinó sobre él. Su imagen era la de cualquier optimista caballero entregado a las previsibles rutinas de beber, jugar y andar detrás de las faldas, y no necesariamente en ese orden.

—¿La mía? —repuso él tomando un sorbo de licor.

—¡Claro que sí, hombre! Es como si irradiaras oleadas de mal humor. — Russell tomó asiento—. Espero que no sea contagioso —añadió, mirándolo con aprensión.

Jeremy sonrió de oreja a oreja. Russell era una de esas personas capaces de convertir cualquier situación en algo divertido.

—No sabía que estabas por aquí. ¿Mucho trabajo?

—Se podría decir que sí. —Vertió whisky en otro vaso y se lo ofreció a Russell.

—Me sorprende verte en este lugar a estas horas de la noche. Es pronto para ti. —Su amigo miró la botella con suspicacia—. ¿No prefieres disfrutar de otros placeres esta velada?

—Ya lo he hecho. —Lo miró por encima del vaso y se encogió de hombros mientras pensaba que, realmente, tampoco había sido algo tan placentero.

—Pues si ya has tenido tu dosis de carne, podías parecer un poco más contento, ¿no crees? ¿Qué demonios te pasa?

—Oh, nada que no curen una esposa adecuada y un heredero —comentó con sequedad.

—¿Sir Rodney está apretando ese nudo? ¿Te ha dado un ultimátum?

—Mucho me temo que sí, Russell. Tengo que casarme y preñar a mi esposa.

Y cuanto antes, mejor. Esa es la esencia del asunto.

—Ya veo —repuso su amigo pensativamente—. Pues ni se te ocurra contarle nada a mi padre —le advirtió—, o te colocará a Georgina antes de que te des cuenta.

Aquellas palabras captaron su atención.

—¿Georgina? ¿Tu hermana pequeña?

—Sí. Ya no es precisamente una cría, Greymont.

—¿Se ha presentado ya en sociedad?

Russell resopló como primera respuesta.

—¿Tú qué crees? Cumplirá veintiuno en enero.

Greymont rebuscó en sus recuerdos mientras su amigo seguía hablando.

—Sin embargo, mi hermana jamás ha mostrado ningún interés en casarse. Se resiste a todos los empujones que mi padre intenta darle hacia el altar. Él está decidido a casarla; dice que es una pequeña salvaje descontrolada que se dedica a vagar por el campo como una potrilla desbocada. No aprueba sus aficiones deportivas y piensa que un marido y algunos bebés la sosegarían. —Vio que Russell se encogía de hombros—. Aunque a veces me parece que lo único que quiere es librarse de ella para no tener que recordar… —Su amigo frunció el ceño y apretó los labios.

—¿Para no tener que recordar?

—Sí, eso creo. Ahora que ya es mujer, Georgina se parece mucho a nuestra madre. Supone para él un constante recordatorio de lo que perdió —explicó Russell con una mirada ensimismada.

—Bien, que se parezca a tu madre no es precisamente un defecto, ¿verdad?

¿Y qué tiene de malo que le guste hacer deporte? —preguntó, repentinamente interesado en la conversación.

Recordaba a Georgina Russell como una jovencita omnipresente cada vez que visitaba Oakfield; una niña a la que le gustaba montar a caballo y tirar al blanco, cosa que hacía muy bien. También sabía que sentía inclinación por el dibujo. En su memoria aparecía con un bloc de bocetos en la mano, observándolo todo antes de plasmar la naturaleza al carboncillo con mucho acierto. Una hermosa rubia inconformista, tranquila, aunque feroz cuando era necesario. No era una cabeza hueca llena de ínfulas, como la mayoría de las debutantes, sino una muchacha inteligente. Hacía años que no la veía y reconocía que le intrigaba lo suficiente como para querer saber el aspecto que tendría ahora.

—Que le guste hacer deporte no tiene nada de malo. Por lo menos eso pienso yo. Georgie es adorable… Un espíritu libre que no está dispuesta a bordar cojines durante todo el día. Nuestra madre murió cuando mi hermana era aún una niña y desde entonces mi padre jamás ha prestado demasiada atención a nada, ni siquiera a sus hijos. Así que está decidido a casar a Georgie para olvidar de una vez todas sus responsabilidades, le guste a ella o no.

—¿Tiene algún pretendiente?

—Uno, pero es odioso. ¿Conoces a lord Pellton?

—¡Dios mío! ¡No me fastidies! —No disimuló la repugnancia que le provocaba aquel sujeto—. Es un sucio degenerado, un tipo mucho mayor que ella. —Pensar en que aquel depravado serpenteara sobre el virginal cuerpo de Georgina Russell le puso enfermo. ¡Qué desperdicio sería! Se estremeció ante la imagen que apareció en su cabeza.

Tom Russell se rio entre dientes.

—Ella lo ha rechazado, por supuesto. Su decisión provocó un enorme alboroto en la familia y, desde entonces, Georgie está prácticamente recluida en casa.

Nuestro padre y Pellton fueron juntos a la facultad. Mi padre piensa que ella debería sentirse honrada de recibir tal propuesta; no hace más que intentar convencerla de que acceda al matrimonio. Le ha dicho que, si no acepta a Pellton, deberá cumplir con su deber y buscar a otro todavía más adecuado, porque él tiene intención de casarla en cuanto sea posible.

—Bueno, tu hermana ha demostrado mucho sentido común al rechazar a Pellton. Es un auténtico cabrón.

—Cierto, Greymont. —Russell se acarició la barbilla pensativamente antes de que sus ojos se iluminaran con súbita inspiración—. ¡Ya sé! ¿Por qué no te casas con ella? Así seríamos hermanos. —Arqueó las cejas, mirándolo, y luego bajó la vista por debajo de la cintura—. Aunque tendrías que guardar esas perversiones tuyas bajo llave, a fin de cuentas se trata de mi hermana. No sé qué tal se tomaría tus inclinaciones… Debió de quedarse boquiabierto mirando a su amigo y su cara tenía que ser un poema a causa de la sorpresa, porque Russell se interrumpió para esbozar una amplia sonrisa. Era evidente que estaba encantado con aquella idea brillante.

Greymont se mantuvo en silencio, pero sopesando la sugerencia. Aunque, eso sí, tenía muy claro que no iba a privarse de nada de lo que le gustaba hacer, ni ahora ni en el futuro.

Su amigo siguió parloteando felizmente.

—Tú cumplirías con tu deber para con tu familia, mi padre conseguiría lo que quiere y Georgie sería feliz contigo, ¡estoy seguro! —Le dio una fuerte palmada entre los omóplatos—. ¿Qué te parece, amigo mío? ¡He solucionado todos los problemas!

El impacto le hizo derramar la bebida por el borde del vaso. El aroma del whisky añejo flotó en el aire hasta inundar sus fosas nasales.

—Jamás te había tenido por un casamentero, Russell. Sin duda tu ingenio excede al de la mayoría de la gente, pero sueles actuar como un idiota.

—Amigo mío, no puedo negar esas acusaciones, pero en mi defensa diré que me agrada ser así. Me resulta muy divertido comportarme de este modo, y no me importa lo que piensen de mí los demás, a pesar de que soy más listo de lo que la gente cree. —Tom alzó el vaso en un brindis silencioso y lo vació de un trago.

Durante la partida de cartas, Jeremy decidió aceptar la invitación de Tom Russell para acudir a Oakfield a una cacería. O al menos la tomó como una oportunidad. La proposición de su amigo le había intrigado bastante y ahora, una vez plantada la semilla, quería comprobar si era acertada.

Cuanto más pensaba en Georgina Russell, más la imaginaba como la candidata perfecta para el matrimonio. Provenía de una buena familia y aportaría una dote respetable; no era demasiado joven ni demasiado vieja. La consideraba atractiva, le caía bien y, por lo que Russell aseguraba, seguía siendo una amante del aire libre, así que seguramente no tendría ningún interés en aterrizar en el campo de batalla que era la alta sociedad londinense. Este último hecho la hacía subir algunos escalones en su estima. Le parecía casi la perla que estaba buscando.

Debía acudir a Oakfield para evaluar la situación, volver a verla y procurar conocerla mejor. La verdad era que se había sentido atraído por ella cuando la muchacha solo tenía dieciséis años. Recordaba haberla encontrado muy hermosa incluso antes de que hubiera madurado. ¿Cómo sería ahora? ¿Qué pensaría de él?

Se preguntó si podría llegar a gustarle.

Sí, aquello comenzaba a mostrar mejor cariz. Georgina Russell… Por primera vez percibió una tenue luz de esperanza.

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