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POSEÍDA

Lo que les voy a contar es real. Nunca supe por qué me sucedió a mí, pero lo que viví fue una agonía, un sin fin de angustias, igual a una mortaja que me martirizó y hasta pensé que me llevaría a la locura o la muerte. Ese era mi temor, que me pongan una camisa de fuerza y estar encerrada entre cuatro paredes forradas de espuma o quizás quitarme la vida. Espero me comprendan. Desde que empecé a tener pesadillas, me sentí extraña, meditabunda, extraviada en las dudas. Yo había sido siempre una chica alegre, divertida y me transformé de la nada, en una mujer apagada, exánime, sumida en el desconcierto atacada por extraños sucesos. Y eso me aterró mucho.

Las imágenes me asustaron tanto que no sabía cómo defenderme, ahogada en mis propias dudas de que si todo eso que veía y sentía era cierto y real.

Mi papá decía que sufría de severos cambios hormonales y mi mamá me defendía afirmando que que eran cosa de chicas. Yo, hasta ahora, no sé lo que me pasó. Las pesadillas fueron muy raras, extrañas, asfixiantes, agobiantes, con personajes tan reales que hasta podía palparlos, sentirlos, conocerlos y temía que me convertiría en uno de ellos y eso me asustaba aún más.

Mi ex enamorado Kike fue quien prendió esa extraña aflicción en mí. No debí enamorarme de él. Allí empezó todo, en un fogonazo que me invadió en la cabeza y no podía escapar de ese vacío donde rodaba todas las noches. Fue en la tarde que me quedé recostada al sofá, mirando al Sol chisporroteando y muriendo a lo lejos, endilgándome sus ulteriores llamaradas. Pensé en cualquier cosa, atada a una horripilante quietud y perdida en un sin fin de imágenes revoloteando dentro de mi cabeza, un extraño sentimiento que nunca antes tuve, deseosa de meditar, buscar ideas, sobar mi cuerpo, mis senos, mis muslos, justificar mi existencia, quizás. Y eso me dejó afligida, inmersa en la angustia. Así comenzó mi agonía. Eso no puedo olvidarlo.

Escuchaba una música, una canción extraña, melancólica, que decía "... es triste la soledad de casa y cuán nostálgico el último suspiro de las llamas, escondidas, en el carbón humeante, muriendo en la chimenea..."

Lentamente me fui durmiendo. Una apagada súplica vino de lejos. Tomó mis brazos, besó mis labios, me absorbió, me estrujó en medio del silencio inquebrantable que seguía cantando, en suaves murmullos, encadenada a la agonía del viento.

Me quedé allí perfilada en las moribundas luces de la tarde. Se refugiaban en mis penas, precipitándose presurosas por la ventana, escapándole al Sol extinguiéndose lejos y la noche que despertaba, recién, de su letargo cotidiano.

Y entonces me vi en mi sueño. Estaba con unas botas negras puestas, una blusa beige camuflada, ajada, descolorida y un revólver sujeto en la cartuchera. El cigarrillo encendido, descansaba plácidamente en mis labios, atado a mi boca, aunque yo no sé fumar. Eso fue lo más raro.

La melancolía se paseó por la salita, pensándome desnuda, a través de los fluorescentes apagados. En los vidrios aparecía, ya, la Luna coqueta, vestida de blanco, invitando al placer, a beber el éxtasis de sus piernas desnudas, delictuales. Pero destilaban veneno. Corrompían. Y pensé que yo estaba corrompida, también.

Vi muchas banderas dejándose adorar por la repentina borrasca. Estaban en todas las esquinas. Y esa musiquita ritual, qué linda era. Se arrastraba tras el murmullo de los árboles jugueteando con sus ramas, haciéndome niña, muy niña, casi pequeñita, recién naciendo y había una luz prendida con la mirada de una mujer que se llamaba como yo, Tatiana.

Había nacido. Eso lo vi y me desperté sudando, temblando y mi corazón pataleando dentro de mi pecho.

Ese lunes fui hablar con un profesor que enseñaba psicología en otra facultad. Me miró risueño, viendo mis botines marrones, el jean roto y mi sonrisa larga, pero yo lo miraba con curiosidad y duda, llevando mis libros pegados al pecho.

-¿Qué es lo que sintió, señorita Tatiana Rivasplata, después de esos extraños sueños?-, me preguntó.

Estrujé la boca y pasé la lengua por mis dientes. -Un vago quejido que me viene muy de adentro-, le conté.

Encendió un cigarrillo y sopló largas balotas de humo. Sacó un libro pequeño rojo y lo leyó.

-Es de una pensadora norteamericana, escucha lo que dice, me pidió hojeando apurado, "nadie entiende que este mundo resulta estúpido, reservado para unos cuántos estultos a su propio destino, egoístas, egocéntricos, olvidados de quiénes les rodean"-

-No le entiendo-, me alcé de hombros.

-Tú escucha: "tuve la desgracia de nacer en mal momento, en un siglo regido por otras ideas y peores sentimientos. Por eso vivo entre pesadillas, extraviada en meditaciones, escapando de mi propia verdad. ¿Acaso importan los que hacen andar la maquinaria de la vida? Soy, entonces, otra sombra que arrastras al silencio imperturbable donde estoy encadenada"-, siguió leyendo. Yo estaba perturbada.

-Sí, dije, es lo que más o menos siento-

-Es eso, señorita Rivasplata. Las pesadillas son de otra persona. Alguien que ha asaltado tu mente. Ha dominado tus pensamientos-, me explicó triunfal, finalmente.

Yo estaba asombrada. -¿Por qué lo dice?-, me sorprendí, parpadeando de prisa.

-Esta eres tú-, me mostró la imagen de la pensadora.

-La comandante-, decía.

*****

Desayuné rápido, comí tostadas y tomé un jugo. Cogí mi mochila, le di un beso a mi mamá

mi papá ya se había ido al diario

y a Mofeta, mi perro, y salí corriendo, por una vereda poca transitada. Allí esperé el minivan que me llevaba a la universidad. Aguardé un buen rato y luego me di cuenta que no había nadie en la calle, solo yo. ¿Están todos de huelga?, me pregunté. Arrugué mi naricita y me apresté a tomar un taxi, pero tampoco había ninguno. Me sobrecogí. Sabía que algo pasaba.

Y lo vi allí, en una esquina. Embozado en una capa, oculto en las sombras. Era una figura muy roja, destellante, encendida y parecía que echaba fuego. Me asusté mucho. Me fui corriendo por un parque a toda prisa, sin detenerme, hecha una loca, escapando de él. Cuando al fin, encontré gente, yendo y viniendo, exhalé mi angustia y pasé la manga de mi abrigo por el sudor que duchaba mi cara.

Empecé, entonces, a tener mucho miedo.

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